Edificando Filadelfia
  Los Vencedores y la Iglesia
 

Capítulo 6

LOS VENCEDORES Y LA IGLESIA

Los vencedores ante el fracaso de la Iglesia
Me solidarizo con los que afirman que «la Iglesia forma el centro del universo y la razón de ser de la creación» (Daniel Ruíz Bueno. Padres Apostólicos. BAC. 1985. Pág. 929.). ¿Qué pensaba Dios cuando creó al universo? Dice Zacarías 12:1b: “Yahweh, que extiende los cielos y funda la tierra, y forma el espíritu del hombre dentro de él”. He ahí el centro de la atención del Señor, he ahí lo más importante para el Creador, el espíritu del hombre regenerado, la Iglesia, donde hará Su morada eterna. Eso es más importante para Dios que todas las grandes galaxias juntas.
De acuerdo con Génesis 1:26-27 y Romanos 5:14, Adán fue creado a la imagen de Cristo; pero el hombre cayó y perdió esa imagen. Es ahora en la era de la gracia y por la redención de Dios en Cristo, que el hombre redimido vuelve a ser la imagen de Cristo (Romanos 8:29); es la Iglesia, el conjunto de todos los predestinados por Dios para que participaran de esta salvación tan grande. Ante la rebelión de Satanás primero y la caída del hombre después, el plan eterno de Dios de reunir todas las cosas en Cristo, y que todas las cosas manifestasen la gloria de Cristo, y que el hombre fuese semejante a Cristo, ese plan sufre demora; y por ello es necesario que el Hijo de Dios se encarne en la historia, nazca y crezca como todos los hombres y haga Su obra en la cruz, muriendo por nosotros y resucitando gloriosamente, según el anticipado consejo de Dios, y venza. El Señor Jesús es el primer vencedor. Al derramar su vida en la cruz, y por medio de Su poderosa resurrección y gloriosa ascensión, el Señor da vida a la Iglesia, la cual es llamada a mantenerse en la victoria de Cristo en la cruz. Cristo, la Cabeza, en el Calvario venció y ató a Satanás; y el Señor quiere que Su Cuerpo, la Iglesia, todo el tiempo que permanezca en la tierra, mantenga y demuestre la victoria de la cruz, y para ello es necesario que la Iglesia ate a Satanás en todo lugar. Satanás se ha interesado mucho en que la Iglesia, sus miembros, ignoren que ya Cristo lo venció en la cruz del Gólgota, y que esa victoria es nuestra, en donde nos debemos mantener firmes. La Iglesia está llamada a proclamar y vivir esa victoria del Señor sobre las fuerzas de las tinieblas. Sabemos que muchos hermanos viven postrados, creyendo que sus propias fuerzas le darán la victoria.
Pero la Iglesia históricamente ha fracasado; esto viene ocurriendo desde el período primitivo. Desde los tiempos apostólicos empezaron las fallas; con la pérdida del primer amor empezó el descenso. La Iglesia gradualmente fue experimentando sus fallas, primero manifestadas en algunas personas, y después cayó comprometida con el mundo en tiempos de Constantino el Grande, emperador romano; hubo un matrimonio desigual que se consolidó en tiempos del emperador Teodosio el Grande (379-395), se vino de las alturas con Cristo a morar en la tierra, hasta que definitivamente fue infiel al Señor. La Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo; Él como Cabeza, sufre las heridas del Cuerpo y, como el cuerpo humano, a través de la historia la Iglesia ha sido atacada por innumerables gérmenes y plagas malignas con que Satanás ha querido acabarla. La Iglesia ha sido atacada por legiones de demonios que la han contaminado con falta de amor al Señor y a los hermanos, falta de fe y esperanza en las promesas de Dios conforme las Escrituras, con herejías, gnosticismo, ataques por parte del judaísmo y el legalismo, con el desconocimiento de los principios bíblicos, con incontables divisiones, con persecuciones, unión con el mundo, con cesaropapismo, con sincretismo, idolatría, por medio de la inquisición, el nicolaísmo, la mariolatría, el denominacionalismo y las doctrinas de demonios, con las fuerzas psíquicas latentes en el alma y la teología de la prosperidad, con el evangelio de las ofertas, con el escepticismo y la incredulidad, con el fariseísmo y la apariencia de piedad, con seducción con principios y prácticas esotéricas, y por último con el ecumenismo y la globalización de la religión.
Pero la Iglesia, a pesar de que ha llegado a estar enferma de gravedad, ha salido triunfante, porque las puertas del Hades no prevalecerán contra ella, y después del gran cautiverio y de pasar por valles de sombras de muerte, le llegó la hora de brotar lozana como las flores en primavera, pero desafortunadamente no toda la Iglesia ha estado comprometida, y no toda ella es la portadora de los anticuerpos, sino que sólo los vencedores estarán preparados para dar la gran batalla final. Es como la vanguardia de la Iglesia. Desde el comienzo, y ante el fracaso de la Iglesia, surge la necesidad de que la responsabilidad recaiga sobre unos pocos, los vencedores. Sólo con los vencedores, los que ya han recobrado la imagen de Su Hijo, Dios pondrá a Sus enemigos por estrado de los pies de Cristo (Mateo 22:44), quien tiene la preeminencia en todo. El resto, la gran masa de la Iglesia ha querido glorificarse a sí misma y jactarse de su trabajo y de sus logros. Es más saludable que trabajes para el Señor sin esperar nada para ti; si estás esperando algo, no has muerto a ti mismo. Si eso te está ocurriendo, cuéntate entre los eliminados del reino. Es preciso que Dios nos venza por medio de la cruz.
El Antiguo Testamento está lleno de tipos y figuras de Cristo y la iglesia. Por ejemplo, la Escritura, hablando de la construcción del tabernáculo en el desierto bajo el liderazgo de Moisés, dice que la cubierta exterior de ese templo portátil era confeccionada con pieles de tejones (cfr. Éxodo 36:19.).  Al respecto citamos un comentario del hermano Witness Lee, teniendo en cuenta que el tabernáculo era sólo un tipo de la legítima Iglesia del Señor.
Después de la capa de pieles de carnero teñidas de rojo, está la cuarta capa, la cual viene a ser la capa externa. Esta cubierta está formada de pieles de tejones o de marsopa, las cuales son muy fuertes; pueden resistir cualquier clase de clima, cualquier clase de ataque. La cubierta exterior no es muy atractiva en apariencia y es algo tosca. Hoy en día, exteriormente Cristo no es tan agradable para la gente mundana; Él simplemente se asemeja a la fuerte piel de tejón, que no tiene atractivo en su apariencia exterior. Pero aunque Él no es muy atractivo por fuera, por dentro Él es hermoso, maravilloso y celestial. Él no es como el cristianismo de hoy, que tiene edificios inmensos y hermosos; exteriormente son muy imponentes, pero interior y espiritualmente son desagradables, vacíos y algunas veces corruptos. Las organizaciones cristianas mundanas son verdaderamente feas. En el interior de la iglesia apropiada, del edificio de Dios, hay algo celestial y bello, aunque exteriormente sea humilde y tosca, sin atractivo ni belleza” (Witness Lee. La Economía de Dios. LSM. 1990. Pág. 204.).
El cristianismo se perfila a través de dos corrientes. Por un lado, hay un cristianismo religioso, nominal, profesante y hasta con apariencia de piedad; claro, con una variante gama de autenticidad; que al tiempo que puede estar anhelando estar bien con Dios, también puede estarse inclinando a mirar con simpatía el mundo circundante y sus engañosos placeres. Son los que no suelen desear comprometerse con Dios. Pero detrás de ese cristianismo veleidoso, hay otra realidad, la de los luchadores, los que saben que con Cristo son victoriosos, los que esperan la venida del Señor y Su reino con Él. Son los que se han comprometido con Cristo hasta la muerte; son los que son guiados por el Espíritu de Dios, porque conocen y están familiarizados con Su voz y la estiman. Son los que ya no viven para sí mismos, sino para Aquel que dentro de ellos habita y ordena, porque tienen conciencia que ofrendó Su propia sangre por la vida de la Iglesia, y nos hizo libres del que esclaviza a los hombres y quiere destruir el rebaño del Señor. Son los que tienen conciencia que nuestra verdadera causa, vida y fortaleza es Cristo; son los que saben que lo demás sale sobrando. Son los que saben que todo lo relacionado con este mundo de pecado, con nuestra propia carne y con Satanás, nos impide un auténtico crecimiento espiritual. Son los que están conscientes de que llegó la hora en que hay que dejar de jugar a la Iglesia. Son los que no ponen en primer lugar a las añadiduras sino al Señor. A menudo esas dos corrientes cristianas ni se identifican la una con la otra, ni se entienden, y hasta han sido antagónicas en la historia. Se da el caso de que si un vencedor trata de ayudar a un hermano caído, o a un hermano ciego a la realidad del Señor, o a un hermano egocéntrico, éste lo rechaza y lo tilda de fanático o extraviado. Y hasta lo persigue.
A partir de la regeneración de los miembros del Cuerpo de Cristo, ya la Iglesia vive dentro de la esfera del reino de Dios, y como en todo reino, en el reino de Dios hay claras normas de gobierno y de disciplina, y es necesario que todos los redimidos seamos no sólo gobernados y disciplinados, sino también entrenados para gobernar con Cristo en la eventual manifestación del reino de los cielos.
Este es el tiempo en que, de acuerdo con el sermón del monte de Mateo 5-7, la Iglesia, como la actual realidad del reino de los cielos, debe ser entrenada, disciplinada, probada, purificada, limpiada, experimentada en una vida austera, en tribulaciones y restricciones, corregida en todo. En los pequeños reinos y feudos que se han formado en la cristiandad, la Iglesia está siendo guiada por caminos anchos y amplias puertas que facilitan la entrada a la prosperidad económica; los hermanos son entrenados para ganar méritos propios delante del Señor para ser dignos de ricas “bendiciones” terrenales, que satisfagan sus deleites carnales aquí y ahora. Estamos en la era de las ovaciones y las distinciones entre los hombres. ¿Para qué esperar el futuro? No hay preparación para merecer el reino, porque se desconoce todo lo del reino. Para qué más reino, si ya la gran masa está reinando. Se dice: “Somos los hijos del Gran Rey; ya estamos reinando”. Muchos quieren reinar desde ahora, pero rehúsan pagar el precio de la corona. Es mejor reinar en la manifestación del reino futuro, y estar sobre todos los bienes del Señor (cfr. Mateo 24:47), que reinar aquí. Nadie, excepto los vencedores, quiere ocuparse en la confección y bordado, con el Espíritu Santo, del vestido de lino fino, limpio y resplandeciente, sin mancha, para poder participar en las bodas del Cordero; porque ese vestido es individual, pues es hecho en nuestro diario vivir con el Señor, lo que hacemos, pues la Palabra dice que son las acciones justas de cada santo en particular. Las acciones justas de otro santo no te sirven a ti para que puedas participar en las bodas del Cordero, mientras tú no te hayas negado a ti mismo, y tu andar no sea en el Espíritu de Dios.
Por todo eso, la Palabra de Dios habla de vencedores, porque sólo los vencedores pueden llegar a ser pobres en espíritu, tener capacidad para soportar el sufrimiento, ser mansos, tener hambre y sed de justicia, ser misericordiosos; sólo los vencedores pueden ser limpios de corazón, pacificadores; sólo los vencedores tienen capacidad de padecer persecución por causa de la justicia y ser vituperados por causa del Señor, y por encima de todo eso, gozarse y alegrarse, sin devolver mal por mal, sin quejarse, sino bendiciendo a sus detractores; sólo los vencedores son capaces de volver la mejilla izquierda al que le ha herido o golpeado la derecha. Sólo un vencedor tiene la capacidad de contentarse cualquiera sea la situación por la que tenga que pasar, sea de necesidad o de abundancia, y poder manifestar como Pablo: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Flp. 4:13).
Los vencedores son la vanguardia; los vencedores son los verdaderos guerreros de Dios en la Iglesia, los que están vestidos con toda la armadura de Dios. En la Iglesia hay personas que sólo visten parte de esa armadura, y otros, embriagados por una falsa teología facilista, no visten nada. Andan desnudos, como los de Laodicea. Sólo los vencedores expresan la realidad del reino que debería expresar toda la iglesia redimida por el Señor, porque sólo en la vida victoriosa de los creyentes vencedores se satisface el requerimiento de Dios de que nuestra justicia debe ser mayor que la de los escribas y fariseos, es decir, una más elevada y exigente moral que la que demanda la ley veterotestamentaria y los legalistas religiosos profesantes. Tenemos la realidad del reino, pero es una realidad escondida en la Iglesia, incluso para la mayoría de los creyentes.
Por ejemplo, la ley exige que se ame al prójimo y se aborrezca a los enemigos, pero el Señor nos dice a los creyentes que amemos a nuestros enemigos. Pero, ¿quién que no sea vencedor puede lograr esto? Con el estado actual de la iglesia profesante, con esa división crónica reinante, se vive un egoísmo sin precedentes; no se ama ni siquiera a los hermanos en la fe; a veces nos devoramos unos a otros; muchas veces se prefiere no emplear los servicios de nuestros hermanos, porque hay mucha desconfianza, irresponsabilidad, falta de honradez, fachada de religiosidad, pero nada de amor y respeto, mucho menos de piedad, porque el creyente vive como el resto de los hombres, como cualquier hijo de vecino y no como hijos de nuestro Padre que está en los cielos. Existe una gran diferencia entre ser hijo de un padre meramente humano y ser hijo del Padre celestial; porque la vida humana no puede vivir la realidad del reino de los cielos, sino la vida divina que Dios vive dentro de nosotros. La oración autoritativa, la obediencia, la dedicación, el sufrimiento, la cruz, el negarse a sí mismo, el trabajo y la victoria de los vencedores, repercute en toda la Iglesia. Los vencedores obtienen la victoria para la Iglesia, porque los vencedores llevan toda la carga que debiera llevar la Iglesia entera. Sobre los hombros de los vencedores recae la responsabilidad de cargar el arca (símbolo de Cristo); elevarla, y al costo de su propia vergüenza, librarla del vituperio de los hombres. El vencedor no tiene reposo; su responsabilidad no le admite el descanso; el vencedor sabe que tiene que mantenerse en vela hasta que el Señor le alivie de la carga. Entonces, hermanos, ¿es justo que el Señor juzgue en Su tribunal lo que la Iglesia haya hecho en esta era? ¿Será justo que todos los santos reciban un mismo trato, siendo que unos han caminado por el camino angosto y difícil, mientras que otros lo han hecho por el amplio, placentero y fácil? Es curioso lo que anota el hermano Sonmore: “El pueblo, que tiene oídos sarnosos, se congrega ante maestros de su propia elección para oír mensajes de prosperidad, de paz, de poder, de autorealización y de sanidad física para continuar en pecado” (Clayton E. Sonmore. “Nadie se atreve a llamarlo engaño”. Tomo 3 de la serie “Muestre la Casa a los de la Casa”. M.S.M. 1995, p. 130).
Hay dos cosas que tuvo la iglesia en su período primitivo y que se perdieron no mucho tiempo después, y que urge que sean restauradas en nuestro tiempo, a saber, el ministerio y el mensaje. Esos dos aspectos ya han sido restaurados en ciertos lugares, pero a un alto costo de persecución y dificultades. Por ejemplo, el ministerio que existe ahora no es el bíblico; y el mensaje en manos de un ministerio extraño también se aparta de la verdad del fundamento escriturario. Alguien ha dicho que una iglesia con un ministerio y un mensaje que no se pueden reconocer, es un fantasma de la verdadera Iglesia del Nuevo Testamento. Hoy el ministerio es una fuente de ganancia y de posición social; en la Biblia, ejercer el ministerio es un gran sacrificio pues exige pagar un precio. ¿Cuál es el mensaje del verdadero ministerio y por qué es rechazado en el cristianismo actual? Porque el verdadero mensaje es la cruz. Nadie quiere predicar la cruz, ni menos vivirla. Si tú predicas la cruz, te corren de tu denominación. Si la Iglesia no vive la cruz, ¿cuál será la diferencia con los paganos?
Los vencedores son los únicos que llevan la cruz y se niegan a sí mismos. La cruz es obediencia y sometimiento al Señor hasta la muerte; la cruz es dolor y sufrimiento, a fin de que pueda haber vida para otros. Sin muerte no puede haber vida. Pero la Iglesia rehuye llevar la cruz, y se refugian en la prosperidad material, en la vida fácil, como si el Rey nos hubiese redimido para que nos acomodemos en este mundo. Dice W. Nee: “Cada uno de nosotros debería preguntarse: ¿Lo que hago lo hago con el afán de adquirir fama, o prosperidad o para ganarme la simpatía de los demás? ¿O lo que busco es la vida en la iglesia de Dios? Espero que todos podamos pronunciar la siguiente oración: Oh Señor, permíteme morir para que otros puedan vivir” (W. Nee. El Plan de Dios y los Vencedores. Ed. Vida, 1977, pág. 87).
Ya Satanás fue juzgado en la cruz, de modo que la ejecución de esa sentencia está a cargo de la Iglesia, y en particular de los vencedores. Cuando los vencedores sean resucitados y llevados al cielo, con ellos el Señor establece Su reino y Su autoridad sobre la tierra y es consumada la salvación. La gran mayoría en la Iglesia no logra cumplir el propósito de Dios sencillamente porque lo ignora; por eso es que el Señor logra Su propósito con un grupo de vencedores. En la cristiandad no hay conciencia de la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Sólo en la condición de Filadelfia se ha restaurado la vida corporativa de la Iglesia. En la cristiandad se ha exagerado el énfasis en la salvación individual, y eso en detrimento de la Iglesia, el Cuerpo de Cristo; porque lo que tiene que ver con un miembro, tiene su repercusión en todo el organismo. Si no somos arraigados y cimentados en amor, todos unidos como los miembros del cuerpo humano, no podemos ser llenos de toda la plenitud de Dios. Dios no trabaja solo, ni quiere que nosotros trabajemos solos. La Palabra de Dios dice que sólo corporativamente se puede conocer a Cristo en sus reales dimensiones (cfr. Efesios 3:17-19). Individualmente en la Iglesia hay cobardes, otros son perezosos, otros descuidados, otros amadores de las cosas del mundo; de ahí que el Señor dispensacionalmente siempre se ha valido de un pequeño remanente, tanto en el pueblo de Israel como en la Iglesia.
Ser vencedor no necesariamente se relaciona con ser integrantes de un grupo de personas especialmente espirituales, con miras a recibir coronas y recompensas cuando venga el Señor. Puede haber algo de eso, pero en el fondo se trata de la falla que históricamente ha afectado a la Iglesia, y el Señor ha querido cumplir Sus propósitos con unos pocos que han vencido las circunstancias que han llevado a la derrota al resto de la Iglesia. El vencedor hace lo que realmente debería hacer toda la Iglesia. El vencedor proclama con frecuencia la victoria de Cristo; es decir, da testimonio que Cristo ya venció a Satanás, y que ya se aproxima la manifestación del reino de los cielos. Es necesario que el testimonio lo expresemos tanto a los hombres como a Satanás. Es necesario dar testimonio que Jesús es el Señor. De conformidad con la Palabra de Dios, vemos la diferencia entre un creyente vencedor y uno vencido. Al menospreciar su vida hasta la muerte, el vencedor está dispuesto a ser sacrificado en su vida física y a negarse hasta perder toda la fuerza de su alma. Las capacidades naturales del alma humana del creyente, deben ser tratadas por la cruz. Cuando llegamos a Cristo, traemos una serie de fuerzas y capacidades, que el diablo y la carne nos inducen a poner al servicio del Señor sin que sean tratadas por la cruz; y cuando esto ha ocurrido, el cristiano ha fallado. Las capacidades naturales del hombre estorban la obra de Dios.
Cualquiera puede engañarse y engañar usando sus habilidades como si procedieran del Espíritu Santo. Se suele usar magníficas habilidades naturales pedagógicas, elocuencia, inteligencia innata, privilegiada memoria; pero todo eso puede estarse haciendo en la carne: madera, heno, hojarasca. ¿Qué significa eso? Que se está presentando una santidad y unas capacidades que no proceden de Dios. A Dios no se le puede servir con lo que no procede de Él mismo. Dios no recibe lo que no procede de Él. ¿Cuál es el camino correcto a seguir? El yo debe ser anulado por medio de la cruz. Si eso no ocurre, Cristo no puede manifestar Su poder en nosotros. El orgullo que nos arrastra con base en nuestros propios recursos naturales, y el poder de Cristo, no son compatibles. Dice en 1 Corintios 15:50: “La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción”. El cuerpo animal de que habla el versículo 44 no puede heredar el reino; para ello debe pasar primero por la resurrección, y el alma haber experimentado la cruz.

El vino nuevo necesita odres nuevos
El Señor está edificando su Iglesia de acuerdo a los parámetros bíblicos, y necesitamos tener claridad de que el Señor nos revela en su Palabra y por el Espíritu que no tenemos para qué esforzarnos tratando de reformar las viejas estructuras eclesiásticas reinantes; eso es una tarea imposible.  Toda intento de renovación no funciona sencillamente porque la edificación de la Iglesia es vida; la Iglesia es un organismo vivo. Las organizaciones eclesiales, por muy esplendorosas que se muestren, no dejan de ser estructuras muertas que no pueden contener esa vida. Son recipientes viejos y rotos aptos más bien para la dispensación de la ley; y el Señor está preparando odres nuevos para depositar el vino nuevo (cfr. Mateo 9:14-17; Marcos 2:18-22; Lucas 5:33-39). Las dispensaciones de la ley y de la gracia son incompatibles. El que procura establecer su propia justicia tratando de cumplir preceptos legales (Ro. 10:3), y no se sujeta a la justicia de Dios en Cristo (Ro. 3:22; 10:4), sencillamente cae de la gracia (Gá. 5:4). La cristiandad volvió al legalismo. Por ejemplo, para los meros profesantes de la religión, el ayuno ya no es un acto íntimo y secreto de adorar al Señor (cfr. Mateo 6:16-18), sino una práctica religiosa externa y oficial, muchas veces usado para alardear y jactarse no sólo delante de los hombres sino también ante Dios.
Esto tiene cumplimiento tanto a nivel personal como organizacional. Las caducas estructuras de la iglesia tradicional en sus diferentes facciones, con su bagaje de legalismo e imposiciones, constituyen una talanquera para la gracia. La Iglesia del Señor está volviendo a su normalidad bíblica, a la verdadera vida y unidad del cuerpo de Cristo, a las prácticas del primer siglo, cuando los santos “perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones” (Hch. 2:42). Pero la normalidad de la Iglesia no se logra renovando las estructuras de las iglesias tradicionales. No se pueden reformar viejas estructuras eclesiásticas; eso es una verdadera utopía. Desde el año 1123 alrededor de 13 concilios “ecuménicos” no pudieron renovar al catolicismo romano, por ejemplo. Dice el Señor que eso sería como pretender que un vestido viejo sea convertido en uno nuevo sencillamente porque se le llene de remiendos, pues remendar un paño viejo con trozos de uno nuevo trae como resultado la rotura del paño viejo. ¿Por qué se rompe? En el original griego no dice necesariamente paño nuevo; más bien habla de paño burdo, sin cardar (agnafos), no bataneado. Un paño no pasado por el batán, es que no ha sido golpeado, desengrasado y enfurtido; es un paño tosco, que al ser mojado se encoge, de manera que el remiendo de dicho paño tira del viejo y lo desgarra; entonces la rotura se hace mayor que antes. Así es el evangelio del reino; es puro; es un evangelio sin quitarles las asperezas, la cruz, el negarse a sí mismo; es el evangelio del camino estrecho; es un evangelio que no puede servir para remendar el evangelio fácil que se está predicando. El evangelio del reino y de la justicia de Dios choca con el evangelio mundano de la prosperidad y del enriquecimiento económico; choca con el evangelio de los palacios y de los grandes emporios.
Lo mismo sucede con los odres. Los odres son cueros generalmente de cabra, que, cosidos y empegados por todas partes menos por la correspondiente al cuello del animal, sirve para contener líquidos, como vino y aceite. Los cueros de los odres, con el envejecimiento tienden a endurecerse, y, claro, van perdiendo flexibilidad, y se pueden resquebrar fácilmente. Esos cueros viejos no resisten la fuerza de la fermentación del vino nuevo. La restauración de la iglesia bíblica está fermentando ahora en casi todos los países del mundo; y esa fermentación está produciendo grandes roturas en las diferentes estructuras de la iglesia tradicional. Hay miles de hermanos que en este momento están recibiendo esa revelación del Señor; y hay deserciones por doquier. Hay muchos hermanos vencedores que están buscando la unidad del cuerpo de Cristo en la comunión del Espíritu de Cristo. El vencedor ve lo que no ven los demás. El vencedor hace un escrutinio cuidadoso conforme la Palabra de Dios, porque la visión espiritual debe ser conforme a las Escrituras. El vencedor examina y reflexiona. El vencedor no se queda en la superficie; en cierto modo hay que penetrar en el misterio del cuerpo de Cristo; verlo, vivirlo, discernirlo. Los cristianos no debemos vivir en el temor que engendra el cumplimiento de preceptos y cargas; al creer en Jesucristo, de Él no hemos recibido el espíritu de esclavitud (cr. Romanos 8:15.) Hoy somos hijos de Dios, y debemos gozar del espíritu de libertad del Evangelio, y ese espíritu de libertad (no de libertinaje) no cabe en los viejos odres o antiguos moldes ni del judaísmo ni de la iglesia tradicional envejecida con esa carga de institucionalismo, legalismo, normas, divisiones, nicolaísmo y caducas estructuras.
Insistimos, el Señor está trabajando en la restauración de su legítima Iglesia; es una puerta abierta que nadie puede cerrar. Hay un avance incontenible. El Señor está derramando su vino nuevo. Pero para ese vino nuevo, el Señor necesita odres nuevos. Los odres viejos no le sirven al Señor. Lejos está el Señor de que se reformen las viejas estructuras religiosas. Ahí está el ejemplo del mismo Jesús. Cuando inició su ministerio no se cuidó de ir al Sanedrín a revelarle su filiación trinitaria divina y mesiánica a Anás y a Caifás y demás dirigentes religiosos de su nación; ni tampoco a avalar las estructuras del judaísmo reinante; al contrario, combatió todo aquel comercio religioso. Y en vez de eso, se fue a las playas del Lago de Genezaret y llamó a un grupo de odres nuevos para que en ellos fermentara el vino nuevo del Evangelio del Reino. Jesús no vino a renovar las estructuras del judaísmo, como ahora tampoco está interesado en renovar las viejas estructuras de la iglesia tradicional. Jesús ahora está edificando algo nuevo. Lo que en la historia se envejeció, morirá en su vejez. Cuando Jesús inicia su ministerio, en ese momento histórico, el judaísmo, con Anás y Caifás a la cabeza y con sus alas de fariseos y saduceos, representaban el odre viejo con su vino viejo de la ley, las obras, los tipos, las sombras, los sacrificios y las promesas del Antiguo Pacto; ahora viene Cristo, marcando el fin de todo eso, trayendo el vino nuevo la gracia divina y la verdadera realidad a depositarla en un odre nuevo, pues Cristo es el verdadero Cordero Pascual, el chivo expiatorio verdadero, el verdadero maná, el verdadero tabernáculo de Dios.
Las organizaciones eclesiásticas tienen ya su abanico de programas, métodos y prácticas; unos tradicionales y otros recibidos de diferentes fuentes; incluso puede tratarse de una congregación que se esté inaugurando hoy; que esté estrenando pastor, miembros, edificio, púlpito, personería jurídica, todo; pero si comienza teniendo por base las estructuras tradicionales del sistema, esa congregación nace siendo vieja y caduca, pues esas estructuras y andamiaje no resisten el auténtico vino. A veces la iglesia tradicional trata de remendar los agujeros de su estructura caduca con parches del paño nuevo. Se da el caso de que a veces hasta usan cierta literatura de apóstoles y maestros de la restauración de la iglesia, pero al usarla mal, vienen las brechas, pues para que sean odres nuevos, las organizaciones deberían desaparecer.
Hay miembros de antiguas estructuras que, abandonando ese sistema de un tajo, se abren al vino nuevo del Señor, de la unidad del cuerpo de Cristo, del evangelio del reino, del camino de la cruz, de la puerta estrecha, de la restauración del verdadero liderazgo (apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros), de la comunión del Espíritu, de la cristocentridad, etc. Todo ese precioso vino lo tenemos en el Nuevo Testamento, de donde lo bebemos por el Espíritu Santo. Cristo nos lo dejó con palabras claras, inequívocas. No es el caso de tratar de unificar la iglesia con el método externo y superficial de unir las diferentes organizaciones. Eso se contempla como la apostasía que involucra el ecumenismo. Por el contrario, se trata de una revelación del Señor a nuestro espíritu; es la luz de Dios que se debe manifestar en el amor que da su fruto. El ecumenismo acrecienta la oscuridad, las rivalidades, los enfrentamientos, el odio, revive el celo religioso. El ecumenismo puede ser papacéntrico, pero no cristocéntrico.

La armadura de Dios
La Biblia registra una lucha de la Iglesia contra el enemigo de Dios, las fuerzas malignas de las tinieblas; y el Señor nos ordena vestirnos con toda la armadura de Dios, para poder salir victoriosos en ese inevitable enfrentamiento; porque es necesario que luchemos en el Señor, en Su poder, y no en el nuestro. El vestirnos con la armadura de Dios es una orden, un mandato de Dios, y una necesidad para nosotros, no es opcional; pero el ponérnosla es un acto voluntario nuestro, un ejercicio voluntario. Toda arma meramente humana no sirve para esta lucha, es más bien de estorbo.
10Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza. 11Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo. 12Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. 13Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes” (Ef. 6:10-13). Aquí la Iglesia es presentada como un guerrero, pero lo lamentable es que no todos están vestidos con esta armadura. Muy pocos, los vencedores, están vestidos con toda la armadura de Dios; otros sólo tienen parte de esa armadura, y el resto, la mayoría, no tiene nada. Tengamos en cuenta que nosotros vemos a las personas con nuestros ojos físicos, pero detrás de las personas (carne y sangre) están los titiriteros, los verdaderos enemigos de Dios, los ángeles rebeldes que ostentan en este siglo los poderes malignos de Satanás, el cual cuenta con una organización sofisticada en los lugares celestes, los aires, y ejercen su poder sobre las naciones del mundo. Cada nación tiene su propio príncipe de las tinieblas (Daniel 10:20) dentro de esa organización, el cual a su vez maneja una verdadera jerarquía de poderes y especialidades a su cargo, para infringirle daño a la Iglesia y a las naciones, que están regidas y esclavizadas por esas tinieblas. Pero debemos estar firmes en la victoria de Cristo, que es nuestra propia victoria, por cuanto Satanás y sus huestes de maldad están destinadas a ser vencidas por nosotros; por eso debemos resistir, es decir, estar firmes. La armadura de Dios la toma Pablo, en su parte externa, del modelo del soldado romano de su tiempo, el cual era muy famoso por su disciplina y vigilancia. La armadura consta de las siguientes partes:
El cinto de la verdad
Estad, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad” (v. 14a). Ceñirse el cinto tiene la connotación de estar listo para la acción, en este caso para la batalla espiritual; pero es necesario que nos ciñamos con la verdad, la cual es Cristo, el cual vertió su sangre por nosotros. ¿Cómo comieron el cordero los hebreos, el día de su liberación? “Y lo comeréis así: ceñidos vuestros lomos, vuestro calzado en vuestros pies, y vuestro bordón en vuestra mano” (Ex. 12:11a). Cuanto más conocemos a Dios y a Su Cristo, más tenemos conciencia que Él es nuestra única verdad y realidad cotidiana, en nuestro andar como cristianos. “Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6).
La coraza de la justicia
La coraza era la parte de la armadura que revestía y protegía el pecho del soldado romano, es decir, nuestra conciencia. “Y vestidos con la coraza de justicia” (v. 14b). Cristo ha sido hecho por Dios nuestra justificación, y de esa justicia hemos sido revestidos desde que creímos, la cual se ha convertido en nuestra coraza en nuestra condición de soldados; la obra de Cristo en la cruz nos ha hecho justos, pero en nuestra lucha contra Satanás, debemos tener nuestra conciencia limpia y protegida con la justicia de un corazón recto delante de Dios y de los hombres, lo cual es la vida de Cristo en nosotros; porque Satanás constantemente nos está acusando, y no debemos permitir que esas acusaciones desmedren nuestra fe y nuestra confianza en el Señor. Si nuestra conciencia no nos acusa, no debemos permitir que seamos atemorizados y avergonzados por el enemigo.
El calzado del evangelio
Y calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz” (v. 15). El hombre estaba enemistado con Dios, pero el Señor Jesús en Su obra en la cruz sirvió de mediador para establecer la paz, tanto con Dios como con los hombres; esa es la disposición fundamental del evangelio, con el cual debemos estar calzados y parados firmemente. Ahora estamos parados sobre la roca firme, y en esa posición entramos con confianza a participar en la batalla espiritual. Debemos caminar con el Señor en la paz que Él nos ha conquistado; no en nuestra propia paz, ni en la paz de los hombres. Ya no caminamos sobre la tierra, porque no somos de este mundo. La salvación separa a los creyentes de la tierra sucia, y nos hace libres. Además, nuestro testimonio exige que estemos en paz con Dios y con los hombres.
El escudo de la fe
Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del enemigo” (v.16). El escudo era una arma defensiva para el soldado romano, para protegerse tanto de las flechas como de los ataques con espada, lanza u otras armas de la época. El escudo es fundamental para protegerse de los ataques del enemigo. El escudo del soldado romano era de cuero, o de metal; pero el escudo del creyente es la fe. Hay creyentes que carecen de fe, luego no tienen el escudo para apagar los dardos de fuego y ataques del maligno, como las dudas, las tentaciones, los enredos mentirosos, las incitaciones y propuestas al pecado. Otros creyentes tienen un escudo muy pequeño, con el cual sólo podrán apagar ciertos dardos, pero no todos, pues su fe no es lo suficientemente grande; y otros, los menos, tienen un escudo grande; son los vencedores.
El yelmo de la salvación
Y tomad el yelmo de la salvación” (v.17a). El yelmo era la parte de la armadura antigua que resguardaba la cabeza y el rostro, de modo que es fácil entender que, en la guerra espiritual, el yelmo de la salvación de Dios guarda la mente del creyente, su intelecto, de ansiedades, preocupaciones, acusaciones, temores, vergüenza, amenazas de Satanás, que vayan directamente dirigidas a nuestra mente, para debilitarnos, desorientarnos y postrarnos en una situación de derrota y culpabilidad. Pero hemos sido salvados por Dios en Cristo; ahora somos hijos de Dios, y es Cristo quien vive en nosotros permanentemente. Satanás continuamente está lanzando sus dardos a nuestra mente. Satanás sabe que es en la mente del hombre en donde se maquinan y perfilan todas las cosas, y por eso es en la mente de los creyentes donde se libran las grandes batallas contra el enemigo, pues los argumentos y pensamientos pertenecen a la mente.
Leemos en 2 Corintios 10:3-6: “3Pues aunque andamos en la carne, no militamos según la carne; 4porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, 5derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo, 6y estando prontos para castigar toda desobediencia, cuando vuestra obediencia sea perfecta”. Para entrar a participar en la guerra espiritual es necesario andar conforme al espíritu; de ahí que las armas deben ser espirituales, poderosas en Dios, para poder derribar fortalezas del enemigo. Todos los que desobedecen a Dios son portadores de las fortalezas de Satanás; por eso todo pensamiento debe ser llevado cautivo a la obediencia a Cristo.
La espada del Espíritu
Y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios” (v.17b). La espada es la única pieza de la armadura que es usada para atacar al enemigo. Cristo es el Verbo de Dios encarnado, y la Biblia es la Palabra de Dios (gr. logos) inspirada por el Espíritu Santo, o soplada por el aliento de Dios (gr. theopneustos), de manera que cuando es usada la palabra específica (gr. rhema) para dar un golpe mortal y contundente al enemigo, es Cristo mismo hablando por Su Espíritu y por la Palabra. Las Escrituras han sido tergiversadas y manipuladas abundantemente a través de la historia, en tal forma que esas tergiversaciones han facilitado el camino para introducir herejías en la Iglesia del Señor, contribuyendo a las múltiples divisiones sustentadas con aparente respaldo bíblico. He ahí el gran peligro, que apoyados con una falsa base bíblica, se protocolice la división del Cuerpo de Cristo. El celo religioso no es de Dios, ni el orgullo sectario, ni la vanagloria del progreso humano. Todo eso le ha hecho mucho daño a la unidad de la Iglesia; se ha quebrantado la verdadera expresión de la unidad del Cuerpo del Señor. De ahí que debe ser usar la espada del Espíritu en el Espíritu y por el Espíritu. Es de suma importancia saber cuál es la versión bíblica en nuestro idioma que guarde más fidelidad con los manuscritos originales.
La oración
Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos” (v.18). La oración no está relacionada dentro de la armadura de Dios, pero es el elemento indispensable para recibir la armadura y usarla convenientemente en el momento apropiado.
El manto de la humildad
Aun los vencedores vestidos con toda la armadura de Dios, tienen sus peligros, y si se descuidan, pueden caer de cualquier altura de donde se encuentren; no importa el grado de madurez espiritual que se tenga. Dice 1 Co. 10:12: “Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga”. El brillo de la armadura, puede deslumbrar al vencedor que se descuida, y en vez de mirar al Señor, se mira a sí mismo; no tiene conciencia de que su armadura no tiene protección para sus espaldas, en donde puede ser herido por los dardos del enemigo, dardos llamados orgullo; y ya herido, se va llenando de cierta aureola alrededor de sí mismo, y, sin darse cuenta, se va debilitando espiritualmente de tal manera que al final no tiene fuerzas suficientes para sostener la espada y el escudo (la Palabra de Dios y la fe), y como consecuencia viene el engaño en cuanto a la Palabra y en cuanto a la fe, y empieza a declarar que ya no necesita usar la espada y el escudo; y al final se despojará asimismo de toda la armadura.
Entonces, ¿cuál es el remedio preventivo? Los reyes, los grandes de este mundo y los cristianos orgullosos, se cubren con un manto de púrpura, pero el manto del cristiano vencedor es la otra cara de la moneda; el manto que nos cubre la espalda de los dardos de la altivez, es la humildad, la pobreza en el espíritu. 1 Pedro 5:5b-6 dice: “5Y todos, sumisos unos a otros, revestíos de humildad; porque: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. 6Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios; para que él os exalte cuando fuere tiempo”. El vestido de humildad es la vestidura de un esclavo en aptitud de servicio. El altivo hace alarde por encima de los demás; es despreciativo. El orgulloso se llena tanto de confianza en sí mismo, que llega el momento en que cree que ya no necesita usar la Palabra de Dios, la fe y la confianza en el Señor, y la armadura en general, y es enredado fácilmente en el engaño de toda índole. Todo guerrero necesita toda la armadura de Dios, pero vestido de humildad, “4porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, 5derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Co. 10:4-5).
La guerra contra los demonios no se hace con las habilidades de la carne; ni con fuerza carnal y física, ni con elocuencia natural, ni con humana sabiduría, ni derribando a las personas al piso en las reuniones; no estamos luchando contra los hombres. Por tanto, las armas deben ser espirituales, poderosas en Dios. Los dardos del enemigo van dirigidos a llenar nuestra mente de argumentos y razonamientos que nos inducen al chisme, a la búsqueda de faltas en nuestros hermanos, a la acusación, a la falta de perdón, al egocentrismo, al juicio injusto, a los celos y contiendas, al rechazo, a la amargura, a la lujuria; pero uno de los más fuertes y devastadores ataques viene del orgullo. En cambio, la Palabra de Dios nos insta a ser “unánimes entre vosotros; no altivos, sino asociándoos con los humildes. No seáis sabios en vuestra propia opinión” (Ro. 12:6). Debemos estar vigilantes, porque abundan los falsos ropajes de humildad.
Dice Mateo 5:3: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. Con este versículo, el Señor en el sermón del monte comienza la descripción de la verdadera naturaleza de los que son aptos para participar en el reino de los cielos; y todas las características descritas, son el polo opuesto del cristiano orgulloso. Delante de Dios, el humilde tiene la posición más alta, porque refleja la llenura de Dios y de Su gracia; porque Santiago 4:6 dice: “Pero él da gracia. Por esto dice: Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes”. Entonces, amados hermanos, para que no nos deslumbre el brillo de la armadura y nos impida ver la verdadera naturaleza del enemigo, debemos taparla con el manto de la humildad.
El amor
Por Su Santo Espíritu, el Señor nos ha dado dones espirituales, como herramientas para nuestro trabajo en esta era, y como anticipo de los poderes del siglo venidero; pero lo más excelente, importante y poderoso de todas las herramientas recibidas de parte del Señor es el amor del Padre. Muchos, como los corintios, buscan los dones exteriores, pero el amor es la manera excelente de ejercerlos, y es la expresión de Dios dentro de nosotros como vida y aliento.
La naturaleza de Dios es amor (1 Juan 4:16), y la expresión de ese amor es lo que nos lleva a ser espirituales. Podemos tener una magnífica comprensión de la Palabra de Dios, podemos tener todos los dones espirituales, podemos comprender todos los principios del reino, podemos poseer una fe gigantesca, pero si carecemos del amor del Padre, nada somos.
No hemos logrado comprender todavía lo suficiente y en su justa medida el capítulo 13 de la primera epístola a los Corintios. Cuanto más nos alimentemos de Cristo, más llenos somos de Su amor, porque Él, que es amor, se va apoderando de todo nuestro ser; no sólo del espíritu, sino también del alma y todas sus facultades, y hasta del cuerpo. El Señor ha venido a vivir dentro de nosotros para siempre; nunca se irá de nosotros; esta es Su casa; pero debemos buscar que Él nos llene de Su Espíritu y de Su amor para que le seamos fieles; Su amor nos libra del egocentrismo, y nos hace ver más allá de nuestro entorno físico. Saturados de Su amor, podremos tener la visión del tercer cielo, y predicarlo. Con el amor, podemos manejar la armadura de Dios con eficacia.

La sexta promesa
La Iglesia ha fallado, pero en la historia el Señor comenzó a restaurar todo lo que se había perdido en el cautiverio babilónico; por tanto comenzó el período de Filadelfia, del amor fraternal, los hermanos que, aunque con poca fuerza, guardan la Palabra de Dios, retienen firmemente lo que tienen y no niegan el nombre de Jesucristo. Es en Filadelfia donde mejor se expresa la realidad actual del reino de los cielos entre los creyentes neotestamentarios, y particularmente para los vencedores de Filadelfia hay hermosas promesas. Dice Daniel 4:26: “Y en cuanto a la orden de dejar en la tierra la cepa de las raíces del mismo árbol, significa que tu reino te quedará firme, luego que reconozcas que el cielo gobierna”. En Filadelfia comenzamos a experimentar que el cielo gobierna en nuestras vidas.
En la carta del Señor a Filadelfia encontramos una hermosa promesa para los vencedores, de ser guardados de la hora de la prueba, es decir, la gran tribulación que ha de ser manifestada sobre toda la tierra habitada (Mateo 24:21). Dice en Apocalipsis 3:10: “Por cuanto has guardado la palabra de mi paciencia, yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero, para probar a los que moran sobre la tierra”. En este versículo y en el contexto de la carta vemos que los santos que guarden la palabra del Señor y no nieguen el nombre del Señor Jesucristo, es decir, no lo cambien por nombres denominacionales o de líderes religiosos, serán guardados por Dios de la gran tribulación en tiempos del gobierno del anticristo. No significa esto que algunos santos hayan de ser transformados y arrebatados al cielo antes de la gran tribulación, puesto esto sería creer en un rapto de la iglesia en dos etapas, pues la Iglesia de Cristo estará en la tierra durante todo el gobierno del anticristo.

Columnas en el templo
Al que venciere, yo le haré columna en el templo de mi Dios, y nunca más saldrá de allí” (Ap. 3:12a). Si los vencedores de Filadelfia logran retener firmemente lo que tienen, el Señor los hará columnas en el templo de Dios. En Filadelfia vencer es retener. Todos los santos neotestamentarios son piedras del templo del Señor, pero no todos llegan a ser columnas del templo de Dios. Hay que diferenciar la condición de ser columna del templo de Dios y el ser una simple piedra del edificio. El vencedor de Sardis será transformado en una piedrecita para el edificio de Dios, pero el de Filadelfia será una columna edificada en el templo de Dios. La columna es fundamental, no puede ser quitada sin que peligre la estructura misma de la edificación; es decir, que el vencedor de Filadelfia, que guarde la palabra del Señor y no nieguen Su nombre va, a recibir en el reino milenario el premio de ser un fundamento del templo de Dios, y nunca más será quitado de allí. El vencedor sabe perfectamente que no pertenece a este mundo, que no habita aquí como si perteneciera a esta esfera. Una vez pertenecimos aquí, pero si somos vencedores, ahora no pertenecemos a este mundo. Al contrario, esta era es tan malvada, que los vencedores, ya como un ejército, vendrán con Cristo a ponerle fin (Apocalipsis 17:14; 19:14, 19-21). Ahora somos posesión de Dios, de Cristo y de la Nueva Jerusalén. Fuera de su hogar celestial, la vida del vencedor es la cruz y el vituperio. Hoy tiene poca fuerza, y mañana es una columna en el templo de Dios, por el poder del Señor.

El nombre de Dios
Y escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, la cual desciende del cielo, de mi Dios, y mi nombre nuevo” (Ap. 3:12b). Al vencedor de Pérgamo se le promete darle en el milenio una piedra con un nombre escrito, pero al vencedor de Filadelfia se le hará una columna sobre la cual serán escritos tres nombres: el de Dios, el de la Nueva Jerusalén y el nuevo de Cristo, como señal de pertenencia a Dios, de herencia eterna y de testimonio de Cristo y de que se ha hecho uno con Dios, con la Nueva Jerusalén y con el Señor; todo lo cual se cumplirá en el reino milenario. Llevar el nombre de Dios significa que Dios fue formado en ti; llevar el nombre de la Nueva Jerusalén significa que haces parte de la Ciudad Santa, porque ha sido también formada en ti, y llevar el nombre nuevo del Señor significa que el Señor se ha formado a Sí mismo en ti, en tu experiencia, en tu andar. En resumen, Filadelfia es la única iglesia que es completamente aprobada por Dios. Filadelfia no niega el nombre del Señor; los hermanos de Filadelfia no se apellidan con otros nombres; en Filadelfia no hay bautistas, ni presbiterianos, ni pentecostales, ni puritanos, ni cuadrangulares; sencillamente son de Cristo, son cristianos, y en consecuencia reciben una preciosa promesa de que será escrito sobre ellos el nombre de Dios, el nombre de la ciudad de Dios y el nuevo nombre de Cristo.

El nuevo nombre de Cristo
Y mi nombre nuevo” (Apo. 3:12b). El vencedor de Filadelfia recibirá un premio especial, el nuevo nombre del Señor Jesucristo. El nombre del Señor es el Señor mismo; lo cual significa que Cristo es pertenencia del creyente vencedor. El nombre del Señor ha sido forjado en el creyente vencedor. ¿Cuál es el nombre nuevo de Cristo? Tú conoces el nombre nuevo de Cristo cuando experimentes de una manera nueva al Señor. Para muchos santos ya Cristo se ha vuelto viejo, se ha vuelto algo así como una vida religiosa rutinaria; pero si tomas la decisión de vencer, Cristo llegará a ser nuevo para ti; siempre será tu alimento fresco. El vencedor de Filadelfia retiene el nombre del Señor y la unidad del Cuerpo de Cristo. El vencedor de Filadelfia ha vencido la ruptura del Cuerpo de Cristo. Es un error pensar que para que haya unidad en la Iglesia es necesario que se lleve a cabo bajo la apariencia del ecumenismo. Mientras subsistan las divisiones denominacionales y sectarias no puede haber unidad. Es un error pensar que para que haya unidad en la Iglesia necesariamente debe haber uniformidad. Una cosa es la uniformidad externa y otra la verdadera comunión del Espíritu.
Hay énfasis doctrinales que no revisten carácter fundamental, y que por ende no afectan la salvación ni rompen la unidad del Cuerpo; y hay denominaciones que se han formado y se han apartado del resto del Cuerpo debido a que le han dado carácter fundamental a algo que la Escritura no tiene como fundamental ni afecta la salvación. A este respecto vale la pena traer a colación las palabras del hermano Martín Stendal, en relación con la Iglesia: “A través de la era de la Iglesia, ha habido muchos individuos y grupos involucrados en “guerras” y con “sangre” en sus manos, que sí han intentado edificar el Templo del Señor a la manera de determinada denominación, grupo o movimiento organizado. Estos intentos han terminado por edificar monumentos muertos, en vez de unir piedras vivas que serían una verdadera luz para las naciones. El hombre mide el éxito por el número de “fieles”, o por las instalaciones, o por los éxitos terrenales cuando Dios lo mide por la justicia y la rectitud en el corazón, y por obediencia a Su ordenanza y a Su Palabra” (Martín Stendal. El Tabernáculo de David. Colombia Para Cristo. 1998). También dice el hermano Grau: “Los mismos reformadores no intentaron fundar una nueva religión, ni siquiera una nueva Iglesia. Tanto ellos como nosotros tenemos un solo Maestro. El mensaje de la Reforma no nos dice que nos hagamos luteranos o calvinistas, sino cristianos” (José Grau. Catolicismo Romano - Orígenes y Desarrollo. E.E.E. 1987. p. 543).
Además, como lo hemos venido estudiando en la Palabra de Dios, el grado de madurez y santidad de los hermanos bíblicamente no es uniforme, ni tampoco se debe esperar uniformidad en el procedimiento y el orden. Ni aun en los vencedores hay uniformidad espiritual. En el reino, unos recibirán mejores recompensas que otros. La posición en el reino y aun en la eternidad en el nuevo cielo y la nueva tierra, depende y es producto de nuestra vida terrenal después de haber creído. Ser vencedor requiere sacrificio, obediencia y entrega, y cuanto más se escale aquí, se traduce en que tendremos un nivel mayor en el reino y en la eternidad. Cada vez tenemos más claro que nuestra vida y andar con Cristo no se debe tomar livianamente.
Cuando se habla de vencedores es porque hay creyentes derrotados. Los que vencen son los cristianos espiritualmente normales; los demás hermanos siguen siendo nuestros hermanos, pero son espiritualmente anormales. “Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (1 Juan 5:4,5).
 
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