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Capítulo 2
LOS VENCEDORES Y LA CRUZ
La carne y la cruz
Una vez salvo, el cristiano vencedor debe llevar la cruz y negarse a sí mismo. Es un mandato del Señor para los que voluntariamente lo quieran seguir. La enseñanza de la cruz no es popular. El creyente carnal rehuye esta enseñanza bíblica; sin embargo, las Escrituras dicen que todos nosotros los que hemos creído ya fuimos crucificados con Cristo; pero nuestro viejo hombre debe experimentar esa crucifixión en la realidad práctica, llevar y encarar la cruz en nuestra alma, es decir, vivir esa experiencia de muerte y resurrección mientras estamos en esta tierra; de lo contrario vivimos una vida vencida. Cuando esto ocurre, a menudo somos dominados por el pecado y por nuestra propia vida natural, y como consecuencia no hacemos la voluntad de Dios, y esa vida derrotada nos enreda en pecados y en obras que volverán a nosotros cuando regrese el Señor, y tendremos que dar cuenta de ello. Si no aceptamos llevar la cruz ahora, es necesario que seamos tratados en el futuro.
Un derrotado es vencido por la carne, por el mundo y por Satanás. Tomar la cruz es obedecer a Dios y estar dispuesto a pasar por todas las situaciones que Dios haya previsto que pasemos. En el mundo, el alma tiene sus deleites y sus propios intereses, pero la cruz y el negarse a sí mismo rompe con esos vínculos, y la persona se somete a la voluntad de Dios. Sólo el camino de la cruz nos lleva a ser verdaderos vencedores; pero muy pocos se animan a abrir la puerta que conduce a ese camino. La victoria de Cristo es nuestra victoria, y debemos mantenerla y proclamarla. No significa que debemos ser crucificados de nuevo, pues ya fuimos crucificados con Cristo. La sangre del Señor se derramó para expiar lo que hemos hecho, para nuestro perdón por los pecados cometidos y justificarnos delante de Dios; pero no basta que seamos perdonados, pues hay un problema en nosotros: heredamos de Adán dentro de nosotros una fuerza que nos esclaviza, la fuerza del pecado; y por eso es que necesitamos la cruz, para tratar con lo que somos; entonces la cruz, aplicada por el Espíritu, nos libera del poder del pecado, para que no tengamos que ser juzgados por lo que hacemos.
La sangre de Cristo nos reconcilia con Dios, pero sigue dentro de nosotros un conflicto del que sólo nos puede librar la cruz. La victoria del vencedor no es una mera transformación en su carne, sino la vida resucitada de Cristo dentro de él. Aceptar la cruz es una victoria. Un vencedor es el creyente que ha ido más allá de aceptar la cruz sólo objetivamente; el verdadero vencedor es aquel que acepta la cruz subjetivamente; es aquel cuya cruz ha matado su egolatrismo, pues la ha aceptado subjetivamente; y es necesario que la cruz sea aplicada a nuestra carne por el Espíritu Santo.
Dice el apóstol Pablo en Gálatas 2:20: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Este es un nivel muy avanzado e importante en el desarrollo espiritual de un creyente que se ha negado a sí mismo y lleva su cruz cada día. Debido a que en el alma está la voluntad del hombre, es el alma la que tiene que decidir si obedece al espíritu, y de ese modo lograr su unión con el Señor por Su Espíritu que mora en el espíritu del hombre; en nuestro hombre interior.
Leemos en Juan 3:6: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”. Cuando el hombre es regenerado al momento de creer en el Señor Jesús, viene de ser meramente carne, y ya en su calidad de creyente regenerado sigue siendo carnal mientras no haya experimentado una renovación en su alma. ¿Cómo se efectúa esa renovación? La renovación no consiste en modificar la carne. Hay muchas instituciones, métodos, recursos humanos, terapias y filosofías terrenas que pretenden modificar el comportamiento del hombre. Dios lo que quiere hacer de nosotros no es una mera modificación de nuestro comportamiento, sino una nueva criatura, una criatura a imagen de Cristo; pero la nueva criatura no se consigue por modificación, pues la carne de un regenerado ahí sigue lo mismo de corrupta que antes. En la regeneración, Dios nos da Su vida increada en nuestro espíritu, pero nuestra carne sigue igual. El yo del hombre sigue intacto. Pero la Biblia nos dice una gran verdad en Romanos 6:6:
“Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado”.
Si a pesar de eso tu viejo ego sigue igual, el Señor nos exhorta a que llevemos la cruz y neguemos el ego. Dice Lucas 9:23: “Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame”.
¿Qué significa tomar la cruz? Dice Roland Q. Leavell: “Llevar la cruz quiere decir más que sobrellevar una enfermedad con entereza o sufrir una desgracia con fortaleza. Una cruz es algo que uno puede evitar si así lo desea, y es algo que uno acepta voluntariamente por causa de Jesús y la gloria de Dios. Significa obediencia a Cristo, pero incluye mucho más. Llevar la cruz no era un asunto superficial para los doce. Algunos de ellos llegaron a experimentar la muerte por medio de la crucifixión. Todos ellos sufrieron violencia por ser cristianos, violencia que pudieron haber evitado si hubieran entrado en compromisos” (Roland Q. Leavell. “Mateo: El Rey y el Reino”. Casa Bautista de Publicaciones. 1988. Pág. 95).
Indudablemente la carne debe ser tratada por la cruz. La moda de hoy es lo contrario; que el creyente rehuya el sufrimiento y que se sumerja en los placeres de una vida fácil y mundana. Negarse a sí mismo es renunciar a las demandas, goces y privilegios de nuestro antiguo ego y a nuestra vida anímica; es negarse uno mismo como principio de vida natural; no es necesariamente negarse cosas, aunque sí involucra negarse a los placeres mundanos. Gozar de muchas cosas es contrario a la de llevar la cruz. Téngase en cuenta que los deleites terrenales encienden la concupiscencia de nuestra carne. El Señor sabe bien que lo que nos espera con Él en el reino es incomparable con todo aquello que nos atrae en esta vida terrenal. El Señor Jesús, el Verbo de Dios, lo tenía todo en Su gloria con el Padre, y se despojó de todo eso para poder abrirnos el camino para que nosotros también lo disfrutemos, disfrutemos el verdadero gozo eterno; al Señor no le importó no tener acá ni una piedra donde recostar Su cabeza; en ese aspecto estaba en peor condición que las aves del cielo y que las zorras del campo. Esta vida es tan corta como un suspiro, pero sus atracciones nos enervan de tal manera que tenemos en poco las promesas de un Dios verdadero y confiable. Después de hacer un relato de la lucha entre los deseos de la carne y la vida en el Espíritu, dice Gálatas 5:24: “Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos”. La crucifixión de la carne se traduce en el quebrantamiento del hombre exterior, de la muerte del grano de trigo, y eso es necesario para la liberación y manifestación de nuestra vida espiritual. La vida del Espíritu debe ser liberada. Dice Juan 12:24:
“De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, llevará mucho fruto”.
Ese grano de trigo es el Señor Jesucristo. Antes de su muerte tenía Su vida prisionera en Su cuerpo; no podía menos que estar en un solo lugar a la vez; pero con Su muerte y resurrección, la vida del Hijo unigénito fue liberada y produjo muchos granos a la imagen del primero, y vino a ser el primogénito entre muchos hijos de Dios. Así como el grano de trigo, para dar fruto, debe caer en tierra y morir, cada creyente, para ser vencedor y producir mucho fruto, debe morir a su yo; su vida natural (el duro cascarón exterior) debe podrirse y desaparecer, a fin de que libere la vida del espíritu y sea manifestado Cristo a través de él.
Cristo en la cruz trató una sola vez con el pecado para que el pecado no reine más en nosotros, pero el Espíritu Santo trata día tras día con el yo por medio de la cruz; sin embargo, sigue en el creyente una lucha entre la carne y la vida espiritual. Los creyentes que en la práctica no viven para Dios sino para sí mismos, son considerados cristianos anormales (1 Corintios 3:1-3); en cambio los cristianos espirituales, simplemente son cristianos normales; ya han experimentado una renovación que viene de adentro hacia fuera. La renovación es experimentada en el alma; es un proceso más o menos prolongado; depende de la dureza de la naturaleza del alma del creyente. Hay plantas que no crecen debido a que les hace falta luz solar, o humedad, o nutrientes, o tienen parásitos; o no dan mucho fruto porque no las podan y limpian y aporcan; esto contando con que hayan sido sembradas en buena tierra.
La madurez lleva su tiempo. Por lo regular, un cristiano recién nacido no puede evitar ser carnal, como un bebé no puede evitar ser bebé, pero lo peor es que la mayoría de creyentes se quedan carnales, inmaduros, niños por toda la vida; le tienen miedo a la cruz, rehúsan negarse a sí mismos, no quieren pagar el precio; carecen de una disposición para el sufrimiento; muy por el contrario, se encaminan por la amistad con el mundo. Así como una persona natural ha dado el paso para que por medio de la cruz de Cristo se haya regenerado y haya sido crucificada su carne, asimismo debe dar el paso para que mediante el Espíritu Santo tome su propia cruz, y pase de carnal a espiritual, de derrotado a vencedor. Un creyente carnal difícilmente puede guiar a otro a Cristo, o hacer algo que realmente agrade a Dios. El carnal puede estar trabajando en la iglesia; pero ese trabajo puede resultar siendo obras muertas. Las obras muertas no tienen ningún mérito delante de Dios, por muy buenas que parezcan a los ojos de los hombres. Indudablemente se quemarán cuando el Señor venga, y lo peor es que nos impedirán entrar en el reino si no nos arrepentimos a tiempo.
El cristiano carnal puede asimilar las enseñanzas pero en la mente. “5Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu. 6Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz. 7Por cuanto la mente carnal es enemistad contra Dios; porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede” (Ro. 8:5-7). Los cristianos de Corinto tenían mucho conocimiento y sabiduría, pero en la mente. La “insensatez de la cruz” es usada por Dios a cambio de la búsqueda de conocimiento. A Dios no se le puede conocer por abundancia de conocimiento y sabiduría humana, sino por fe a través de la cruz. Los conocimientos sin la cruz sólo llegan a la mente.
Pedro y la cruz
Consideremos el contexto de Mateo 16:13-28. Después de haberles preguntado sobre la opinión de los hombres acerca de Su persona, el Señor se interesó en conocer qué pensaban sus propios discípulos acerca de quién era Él. Dice en los versículos 16-18:
“16Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. 17Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. 18Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”.
Simón, que significa una paja dócil al viento, dominado por su voluntarioso carácter, cuando vino al Señor, Él le cambió de nombre, porque empezó a transformarlo, y en vez de Simón le llamó Pedro, una piedra (Juan 1:42), en este caso una piedra viva para la construcción de la casa de Dios (1 Pedro 2:5). Si no somos transformados en piedras, no podemos ser edificados apropiadamente, y no podemos ser edificados solos ni en grupos independientes; nuestra edificación es en la comunión de todos los santos. La transformación tiene sus etapas, y en cada etapa encontramos lecciones que aprender.
Aquí vemos también que sin la revelación divina no se puede conocer al Señor Jesús; y como sólo el Padre conoce al Hijo, sólo se puede conocer al Hijo por la revelación del Padre. A Pedro le fue revelada por el Padre la identidad del Hijo; luego el Hijo le revela lo de la Iglesia, y le dice que a partir de ese momento Pedro hace parte de la Iglesia, es una piedra viva para la edificación de la casa de Dios, debido a la confesión que había hecho respecto del Hijo. De manera que Pedro ya era un creyente y miembro de la Iglesia, en la economía de Dios. A pesar de lo anterior, ¿era Pedro ya un creyente maduro y vencedor? Veamos.
De acuerdo con el siguiente contexto, Pedro estaba lejos de ser un cristiano maduro, sin tener en cuenta que después le ofreció al Señor defenderlo con su espada, de no abandonarlo, pero ya vemos que el Evangelio nos dice que lo dejó solo y lo negó. Dicen los versos 21-23:
“21Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas; y ser muerto y resucitar al tercer día. 22Entonces Pedro, tomándolo aparte, comenzó a reconvenirle, diciendo: Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca. 23Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: ¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres”.
Aquí vemos al creyente Pedro sin entender para nada la cruz de Cristo y menos su propia cruz. La Iglesia no puede ser edificada sin crucifixión y resurrección, y un creyente carnal difícilmente puede estar dispuesto a tomar la cruz. Tengamos en claro que el hombre natural y Satanás caminan y cabalgan juntos, y que el creyente vencido no se le diferencia mucho; y cuando no tenemos la mente de Cristo, no podemos cumplir el propósito de Dios, sino que somos piedra de tropiezo para el Señor. A raíz de estas consideraciones se puede entender las palabras del Señor en los versículos 24 y 25:
“24Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. 25Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará”.
Ese negarse a sí mismo, es negar la vieja naturaleza heredada de Adán. De manera, pues, que hay dos clases de creyentes: los que se niegan a sí mismos y toman su cruz, y los que no lo hacen. Pedro tenía que perder la vida de su alma, y tomar la cruz; Pedro estimaba más su vida natural que los propósitos de Dios; Pedro no podía entender todavía el plan de Dios, y la mente de Dios; era necesario que Pedro se negara a sí mismo y tomara su cruz. Sólo se somete a Cristo un creyente vencedor.
Si la Iglesia no se somete a Cristo, los demás seres no se someterán, y sólo la cruz hace que nosotros vayamos menguando y Cristo creciendo en nosotros, en lo más íntimo de nuestro ser. Contemplamos la mujer samaritana de Juan 4; ella creía en Dios, sabía de la promesa de un Mesías, y lo esperaba, pero su vida estaba hundida en espesas tinieblas del pecado; buscaba la soledad y la oscuridad, y no se atrevía a dejarse ver la cara, pues la luz la incomodaba; su conciencia no la dejaba tranquila; su conducta la hacía caminar por sendas torcidas; la carne la esclavizaba. Pero un día el Señor fue a buscarla, y la esperó a que llegara a buscar agua al pozo de Jacob. Al tener el encuentro con Cristo, Él le dio a beber agua viva; fue algo penetrante que le dio un gran vuelco a la vida de esta mujer, y ya no tuvo más sed, y dejando el cántaro, corrió a dar testimonio. También nosotros, cuando lleguemos a ser vencedores, entonces es cuando no nos importará el cántaro; lo dejaremos a un lado del pozo, y correremos a proclamar que Jesucristo es el Señor. Pero para eso es necesario que de nuestro interior corran ríos de agua viva. Hemos dicho que todos los creyentes ya fuimos crucificados con el Señor, pero ahora el Señor nos dice que debemos llevar la cruz. Si nuestro viejo hombre ya murió en la cruz, ahora debemos negarlo. ¿Para qué hacer vivir a un difunto que estorba a la obra del Señor? Ya el Señor resucitado vive dentro de nosotros, y nosotros en Él. De habernos negado a nosotros mismos y de haber llevado la cruz o no, depende nuestra situación cuando el Señor regrese y tengamos que comparecer ante Su tribunal. Los versículos 26-27 dicen:
“26Porque ¿qué aprovechará el hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma? 27Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras”.
La vida del alma es la vida natural, la vida del ego. La vida psíquica debe ser tratada por la cruz, de lo contrario seguiremos como Pedro en su situación de Mateo 16 y otros textos. En la hora más amarga del Señor, Pedro y todos los amigos íntimos del Señor lo abandonaron; y no sólo ellos; nosotros hacemos lo mismo hoy en día. No queremos acompañar al Señor en esta hora crucial.
Un Jacob tratado por Dios
En Jacob tenemos el ejemplo de un creyente astuto, no obstante haber sido escogido para la primogenitura desde antes de nacer; cuando todavía no había hecho ni bien ni mal. Específicamente y por voluntad de Dios fue escogido, a pesar de que iba a ser una persona de carácter fuerte, engañadora, calculadora y egoísta. El Señor no nos escoge porque seamos buenos o malos, pues todos somos malos. El Señor le dio un destino previo a Jacob, pero para que Jacob pudiese llegar a ser un siervo del Señor, un hombre útil en las manos de Dios, un verdadero vencedor, un hombre obediente a la voluntad de Dios, ese yo perverso de Jacob debía morir, debía pasar por la cruz, hasta que llegase a negarse a sí mismo. Dice Romanos 9:10-16:
“10Y no sólo esto, sino también cuando Rebeca concibió de uno, de Isaac nuestro padre 11(pues no habían aún nacido, ni habían hecho aún ni bien ni mal, para que el propósito de Dios conforme a la elección permaneciese, no por las obras sino por el que llama), 12se le dijo: El mayor servirá al menor. 13Como está escrito: A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí. 14¿Qué, pues, diremos? ¿Que hay injusticia en Dios? En ninguna manera. 15Pues a Moisés dice: Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca. 16Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia”.
La Escritura nos dice que antes que Jacob naciera, ya había sido elegido por Dios para, en Su misericordia, darle la primogenitura. Jacob jamás recibió esto porque lo mereciera; al contrario, su propio nombre Jacob, significa Dios proteja, pero también el suplantador, el que toma por el calcañar, es decir, el que arma una trampa. La vida de Jacob estuvo saturada de engaño y de trampas; que muchas veces se le vinieron en contra. A pesar de que Dios se le revelaba y lo protegía, Jacob era el tipo del creyente voluntarioso y carnal, que debía ser tratado por Dios a fin de que pudiera ser útil en las manos del Señor, para cumplir el propósito de Dios. Dios tiene un propósito eterno, y quiere realizarlo con la iglesia, pero con los obedientes, con creyentes esforzados en quienes pueda confiar, que no se amen a sí mismos, con luchadores, con vencedores.
Jacob quiso tomarle ventaja al plan de Dios, y después de haber engañado a su padre y a su hermano, se vio en las necesidad de huir. En Betel Dios se le reveló, en su huida; e incluso ahí Jacob e dijo a Dios: Si me prosperas, te daré el diezmo de todo. Eso encierra algo de negocio. Quiso tener ventajas sobre Labán, de quien también fue engañado desde el comienzo, cuando pidió a Raquel para casarse. Más tarde hubo una lucha entre Jacob y Dios, pero Jacob persistió delante de Dios hasta lograr que Dios lo bendijera, y salió vencedor, pues la Palabra dice en el verso 28: “No se dirá más tu nombre Jacob, sino Israel; porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido. (Lea Génesis 32:22-32). En Peniel, Jacob vio el rostro de Dios y fue librada su alma. El andar de Jacob cambió después de esa experiencia. De hombre anímico pasó a ser espiritual; fue desgarrado el tendón del muslo, y al ser desgarrado su propio andar, pudo caminar con Dios, para cumplir propósitos eternos. Cuando llegó a ser un vencedor, Dios le cambió el nombre. Ya no se llamaría más Jacob, el suplantador, sino Israel, el que lucha con Dios.
Se le murió su amada Raquel; luego fue engañado por sus propios hijos; desapareció José, su hijo favorito; luego también tuvo una amarga experiencia con Benjamín; ¿todo eso para qué? Era necesario que el Jacob natural fuese tratado por el Señor; y ese trato del Señor iba transcurriendo en forma dolorosa. Una cosa es confiar en las destrezas del Jacob carnal, y otra es confiar exclusivamente en el Señor. Indiscutiblemente es necesario que seamos iluminados, que podamos ver el camino por el que caminamos, y que estemos confesando nuestra dependencia del Señor y de Su Santo Espíritu.
¿Para qué crucificar la carne?
Muchos creyentes son llenos del Espíritu Santo cuando creen, y van experimentando un crecimiento normal de su vida espiritual; van caminando con Dios y preocupándose por las cosas de Dios. Pero desafortunadamente la mayoría de los cristianos no se ocupan mucho de lo que le interesa al Señor, sino de sus propios intereses egoístas y carnales (Gálatas 5:19); por eso el Señor quiere que la carne sea crucificada subjetivamente. En la realidad histórica ya la carne ha sido crucificada en el Gólgota; el viejo hombre ha pasado por ese proceso; de manera que el niño carnal en Cristo debe ser totalmente liberado de ese dominio, para que crezca y pueda andar según el espíritu. A quien persista en las obras de la carne (mal genio, divisiones, sectarismos, vicios, pasiones y deseos), Dios le dice que ya esa carne fue crucificada; pero hay creyentes de almas cuya naturaleza es muy fuerte, y tienen un carácter muy difícil, en los cuales el proceso es lento y doloroso. Al respecto dice el hermano Watchman Nee:
“La obra de la cruz consiste en suprimir (anular); no nos trae cosas, sino que las quita. En nosotros hay muchos residuos; hay muchas cosas que no son de Dios y no le rinden ninguna gloria. Dios quiere eliminar todas estas cosas por medio de la cruz para que así lleguemos a ser oro puro. Hay cosas que no provienen de Dios; nos hemos convertido en una aleación. Por eso Dios tiene que utilizar tanto poder para mostrarnos estas cosas que hay en nosotros que provienen del ‘yo’, todas aquellas cosas que no le proporcionan ninguna gloria. Creemos que si Dios nos habla, descubriremos que tienen que ser eliminadas muchas más cosas que las que nos tienen que ser añadidas. Especialmente aquellos cristianos cuya alma es de naturaleza fuerte, deberían pensar en esto: que la obra de Dios en ellos por medio del Espíritu Santo, consiste en eliminar cosas de ellos para reducirlos” (Watchman Nee. “La Iglesia Gloriosa”. CLIE, 1987, pág., 163).
La carne no puede dar fruto que glorifique a Dios. El cristiano debe limpiarse de sus pecados apropiadamente. Dice Juan 15:2:
“Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto”.
Debemos tener claridad en que no se exige que crucifiquemos de nuevo nuestra carne, pues ya fue crucificada en la cruz de Cristo. La crucifixión de la carne hay que experimentarla, y que esa muerte en la cruz tenga su efecto en nosotros. Esa práctica se lleva a cabo en colaboración con el Espíritu Santo. Dice la Palabra de Dios en Colosenses 3:5:
“Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría”.
Ese pues, enlaza el versículo con los anteriores, en que dice que ya hemos muerto y resucitado con Cristo. Son dos realidades que van unidas: Ya fuimos crucificados con Cristo, y hacer morir lo terrenal en nosotros. Si creemos que hemos sido muertos en Cristo, podemos hacer morir lo terrenal en nosotros. Esto se logra porque el Espíritu Santo aplica la muerte de la cruz a todo lo que tenga que morir. Dice Romanos 8:13:
“Porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis”.
Sin embargo, debemos estar siempre vigilantes, pues la carne, no obstante quedar inutilizada por la crucifixión conjunta en Cristo, empero no queda suprimida; ahí sigue existiendo y, en cuanto tenga oportunidad, se pone en acción.
El mensaje de la cruz no se está predicando, pues, con contadas excepciones, se está predicando una caricatura del evangelio. Nosotros decimos ver, pero en nuestras facultades naturales no podemos ver; más bien esas facultades naturales nos impiden ver la realidad. Si Dios nos ilumina un poco, entonces constatamos nuestra ceguera. Afirmar que vemos, como en el caso de la iglesia del período de Laodicea, es un orgullo farisaico. Cuanto más nos ufanamos y razonamos de que vemos, más ciegos somos; y cuando ya veamos manifestada en verdad nuestra ceguera, entonces es cuando vamos a empezar a ver. Pablo sólo pudo ver las cosas de Dios cuando quedó ciego físicamente. Es necesario restaurar el mensaje de la cruz, y vivirlo. Cuando no se vive el mensaje de la cruz, vivimos para nosotros mismos, no para el Señor. La cruz es para poner en ella todos los días, lo que somos y lo que tenemos, lo viejo, lo inútil.
Dicen los apologistas de la prosperidad en el cristiano, que el Señor quiere vernos acá envueltos en una vida regalada y apacible, sin problemas, sin hambre, sin preocupaciones, sin persecuciones, todo bien; pero Mateo 10:34-39 dice lo contrario:
“34No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada. 35Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; 36y los enemigos del hombre serán los de su casa. 37El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; 38y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. 39El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará”.
El Señor no trae paz a una tierra en que aún Satanás es su príncipe; por eso los vencedores están en guerra contra Satanás, y éste los ataca usando aun a los mismos familiares de su propio hogar.
Al Señor hay que amarlo por encima de todas las cosas. Esa espada que se menciona en el versículo 34, es la vida llena de tribulaciones y dolores del sufrido y verdadero vencedor, el que camina todo herido por el camino estrecho trazado por Cristo. El versículo 35 explica el 34. De acuerdo al verso 38, se trata de una cruz; y tú estás en libertad de llevarla o no. La cruz es opcional, pero absolutamente necesaria para el que quiere caminar con Cristo. El hecho de seguir al Señor y obedecerle te crea dificultades, y tú puedes voluntariamente escoger sufrirlas o no. Como la de Cristo, toda cruz de los hijos de Dios es determinada y decidida por el Padre, y nosotros escogemos llevarla o no. De eso depende nuestra participación en el reino. Dice 1 Pedro 4:1,2:
“1Puesto que Cristo ha padecido por nosotros en la carne, vosotros también armaos del mismo pensamiento; pues quien ha padecido en la carne, terminó con el pecado, 2para no vivir el tiempo que resta en la carne, conforme a las concupiscencias de los hombres, sino conforme a la voluntad de Dios”.
No es que Dios quiera que vivamos sufriendo, pero sí debemos armarnos con una disposición al padecimiento, debido a que estamos inmersos en una batalla espiritual que también tiene sus repercusiones y manifestaciones en nuestra vida natural. Creyente que rehuye el sufrimiento, no puede ser edificado. Dios puede salvar nuestra mente, de tal manera que haya en nosotros la disposición a sufrir como también Cristo padeció. Es natural que nuestra tendencia sea la de huir de todo sufrimiento y a toda hora pedirle al Señor que por favor nos libre de todas las dificultades y amarguras, pues no soportamos las pruebas. Pero esta no fue la actitud del Señor en Getsemaní. Desde que nació, el Señor Jesús tuvo la disposición para sufrir. Él sabía que había nacido para eso mientras permaneciera en el cuerpo mortal. Por tanto, desde el día en que nacemos en el Espíritu, y somos hijos de Dios, debe ser nuestra tarea entrenarnos para el sufrimiento. Esa es la verdadera posición de un vencedor. Si escapas como un cobarde del sufrimiento, estás desarmado y te viene la derrota. Hermano, enfrenta el sufrimiento. Cuando la Palabra de Dios nos dice que no seamos carnales, lujuriosos, cobardes, infieles, o lo que sea que dependa de nuestra vieja vida natural, es porque Él nos puede salvar de cualquiera de esas demandas y pensamientos de los deseos carnales.
La Palabra de Dios dice que son bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, los que están dispuestos a sufrir por la verdad, por la justicia, por la causa del Señor y de Su evangelio de salvación; sus heridas y cicatrices son las llaves de entrada al reino de los cielos. El sufrimiento del creyente es más meritorio que el de los ángeles cuando les toca participar en luchas contra el enemigo. ¿Por qué es más meritorio? Porque los ángeles conocen la gloria del Señor y lo que el cielo representa; en cambio el creyente es estorbado por su propia carne, por Satanás y por un mundo atrayente, y apenas mira las cosas como por un espejo; apenas vislumbra algo de lo que le espera, movido por la fe y la esperanza, basado en las promesas del Señor, en la revelación de las Escrituras y en el poco conocimiento que ahora tiene de Dios y de las cosas que Él nos tiene preparadas. Sufrir por el Señor es un honor que no le es dado a todos los creyentes.
Novedad de vida
Dice Romanos 6:4: “Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva”.
El contexto del capítulo 6 de Romanos nos habla del bautismo en su doble connotación de ser introducidos dentro del Cuerpo de Cristo por el Espíritu y el de ser identificados con Cristo mediante el bautismo en agua. ¿En qué nos identificamos con Cristo? Somos sumergidos en Cristo para que seamos parte de Él, después de haber sido tomados de nuestra antigua posición en el mundo de pecado y de tinieblas; ahora somos uno con Él en Su muerte y resurrección. De Adán, de donde habíamos nacido, somos trasladados por el bautismo a nuestra nueva posición en Cristo; y al ser bautizados en Su muerte, esa muerte nos ha separado del mundo, nos ha liberado de toda la fuerza de nuestra vieja naturaleza con su vida natural implícita, de nuestro ego, de nuestra carne, del poder satánico de las tinieblas; es decir, ha cortado ese cordón umbilical que nos unía a nuestra vieja historia y sus enredos, pues ahora participamos con el Señor de Su resurrección. Es nuestra primera resurrección, la del espíritu, que se traduce en novedad de vida.
Los versículos 4 y 6 nos hablan de que nuestro viejo hombre fue crucificado con Cristo, de manera que participamos también de Su sepultura por el bautismo, y luego experimentamos una resurrección, que es una novedad de vida; pasamos a ser parte del nuevo hombre, que es Cristo; históricamente llegamos a ser nuevas personas, porque esta primera resurrección del creyente ahora también es subjetiva, nuestro espíritu pasó de muerte a vida. Pero luego viene un proceso de resurrección en nuestra alma, en nuestra vida actual; hasta alcanzar vivir una vida de resurrección, una muerte del viejo hombre heredado de Adán, hasta que a su vez nuestra alma pase de muerte a vida. En ese proceso vamos experimentando como especie de una transformación progresiva por el Espíritu, de tal manera que cada día nos vamos conformando más a la imagen del Hijo de Dios. Es una verdadera metamorfosis.
Nuestra primera resurrección es un hecho histórico, y nuestra segunda resurrección es un proceso actual en el cual no podemos quedar estancados, pues se trata de desarrollar nuestra novedad de vida; buscar que esa novedad de vida reine en nosotros y se exprese. No sólo en el bautismo nos identificamos con Cristo, sino que el bautismo es sólo el comienzo de esa identificación. A medida que crecemos en nuestro proceso actual de novedad de vida, más nos identificamos con el Señor Jesús y nuestro resurrección dará testimonio de quiénes somos, y el Señor se expresará a través nuestro. Dice el verso 5: “Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección”.
El Señor Jesús, como el grano de trigo, tuvo que morir para poder dar fruto; y nosotros, como el grano de trigo, hemos muerto con Él, y como estamos unidos con Él orgánicamente, se produce un crecimiento. Vemos en la agricultura que el brote que ha sido injertado en un árbol, participa de la vida, de la savia y de las características del árbol. Nosotros ahora por el bautismo somos plantados juntamente con el Señor; somos injertados en Él, de manera que participamos de todo lo que Él ha experimentado: Su muerte, Su sepultura, Su resurrección. En Romanos 11:24 dice que fuimos cortados del olivo silvestre (Adán) e injertados en el buen olivo, en el olivo cultivado (Cristo).
El bautismo es una semejanza en la cual participamos de todo lo que Cristo es y ha experimentado, pero teniendo en cuenta que toda esa experiencia es un proceso actual. Recuérdese que todo lo de Dios, incluida Su salvación, Su vida en nosotros, Sus promesas, todo se recibe por fe, y se le da sustantividad.
Ahora bien, en la medida en que el Espíritu Santo me revele el valor que tiene para Dios la sangre vertida por Cristo en beneficio mío, Su muerte sustituta y Su resurrección, podré yo tener conciencia de la importancia de llevar mi cruz y vivir la resurrección en novedad de vida. Al nacer de Adán, recibimos todo lo que es de Adán; al nacer en Cristo, recibimos y participamos de todo lo que es de Cristo; no obstante, debemos tener en cuenta que en Adán nacimos siendo pecadores, lo que se llama el “viejo hombre”, y que la sangre de Cristo me lava de todos mis pecados, pero se hace necesaria la cruz para que ese viejo hombre sea crucificado.
Las coronas de los vencedores
Apocalipsis 2:10b dice: “Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida”. El Señor le dice al vencedor: Sé fiel aunque hayas de morir. No es lo mismo ser creyente que ser fiel. Hay creyentes en los cuales Dios puede confiar y otros en que no. La voluntad de Dios es que todo creyente sea fiel; que Él pueda contar con todos nosotros.
Nótese que aquí el Señor no habla de dar vida eterna, que es un regalo, sino la corona de la vida, la cual se logra, no como un regalo recibido por fe, sino adquirida por nuestra fidelidad. El Señor le había dicho a los vencedores de la iglesia en Esmirna:
“10No temas en nada lo que vas a padecer. He aquí, el diablo echará a algunos de vosotros en la cárcel, para que seáis probados, y tendréis tribulación por diez días. Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida”.
Santiago 1:12 también menciona la corona de vida para todos aquellos que soportan las pruebas por medio de la vida divina.
No podemos confundir la vida eterna con la corona de la vida. La vida eterna la recibimos de Dios de su voluntad, sin que medie obras de parte nuestra, pues la vida de Dios en nuestro espíritu la hemos recibido por gracia. ¿Quién podrá comprar la vida de Dios? Él corrige lo que haya malo en sus hijos para purificarnos, perfeccionarnos y santificarnos, pero no quita lo que ha dado. “Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (Ro. 11:29). En cambio, para recibir la corona de la vida debemos serle fieles hasta la muerte; es decir, en caso de sufrir persecuciones, estar dispuestos a ser sacrificados por causa del Señor, si es necesario. Entonces la corona denota un premio. Es como una resurrección sobresaliente. Nótese que en Hebreos 11:35 habla de una mejor resurrección para los mártires: “La mujeres recibieron sus muertos mediante resurrección; mas otros fueron atormentados, no aceptando el rescate, a fin de obtener mejor resurrección”.
Leemos 1 Corintios 9:25-27: “25Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. 26Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea al aire, 27sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado”. Nótese que aun tenemos lucha con nosotros mismos.
Aquí habla de una corona incorruptible para aquellos que obtienen dominio sobre el viejo hombre y hacen morir los hábitos del cuerpo; se puede predicar lo de las recompensas en el reino, y uno mismo, aunque sea salvo por gracia mediante la fe en Jesucristo, si no se está alerta, puede tener la posibilidad de ser descalificado, de ser indigno de recibir el premio en el reino. Esta corona tiene la connotación de que el vencedor es honrado públicamente por un servicio distinguido.
En 1 Tesalonicenses 2:19 dice: “Porque ¿cuál es nuestra esperanza, o gozo, o corona de que me gloríe? ¿No sois vosotros, delante de nuestro Señor Jesucristo, en su venida?” Pablo aquí habla de corona con la connotación de que es para los ganadores de almas para el Señor.
Dice 2 Timoteo 4:8: “Por lo demás, me está guardada la corona de justicia; la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida”. Aquí la Palabra de Dios habla de una corona de justicia; es decir, que proviene de la justicia del Señor pero a través de las obras del creyente, a todos los que aman la venida del Señor; esto también aparte de su salvación.
También en 1 Pedro 5:4 la Palabra de Dios dice: “Y cuando aparezca el Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria”. Dios promete una corona de gloria para los ancianos (obispos) fieles, los que tienen buena disposición para apacentar la grey de Dios.
Segunda promesa
El Espíritu Santo quiere que la Iglesia no se olvide que el Señor Jesús fue crucificado por nosotros una sola vez, pero que resucitó glorioso; que no tengamos ningún temor de lo que eventualmente tengamos que padecer por causa del Señor y de Su testimonio, pues Él es el poderoso Dios que tiene el control de todo lo que ocurre en el universo. Es necesario vencer la persecución.
“Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Ro. 8:18).
Nuestro Dios santo y poderoso quiere que nuestra fidelidad hacia Él sea acrisolada hasta la muerte. Lo más importante para un hijo de Dios debe ser serle fiel al Señor en todas las circunstancias; vencer todas las dificultades por el poder de Su Santo Espíritu. Todo lo que nos ocurre es para nuestro bien; Él lo sabe todo y nadie puede ya arrebatarnos de Sus manos. Nosotros mismos somos los que nos alejamos de Él.
Hay que ser vencedores sobre la persecución (Apocalipsis 2:9-10), y la persecución incluye el sufrimiento, la tribulación, las cárceles, la pobreza, las pruebas y las calumnias de los religiosos. Para ser vencedores hay que amar al Señor y darle el primer lugar en todas las cosas, incluso ponerlo por encima de nuestra comodidad, de nuestros bienes, de nuestra fama, de nuestros amores, de nuestra familia, y hasta de nuestra propia vida. Cuando le damos al Señor la preeminencia en todo, a menudo esto nos acarrea problemas y fricciones en nuestros propios hogares. Sobrevienen persecuciones por parte de nuestros parientes y amigos, vienen calumnias y dedos acusadores por parte de las sinagogas de Satanás; a veces el Señor nos guía a que debamos trabajar y tener comunión con hermanos muy dominantes e intolerantes. Todo eso nos va acrisolando y nos va convirtiendo en vencedores. Algunos piensan que en nuestra iglesia local todo es manifestación de amor, comprensión y armonía, pero en la práctica el Señor utiliza todas esas fricciones y hasta enfrentamientos con los hermanos, para tratar con nosotros, para descubrir nuestros espíritus.
El vencedor no sufrirá daño de la segunda muerte
"El que venciere, no sufrirá daño de la segunda muerte" (Ap. 2:11).
El Señor aquí habla a todos los creyentes, y particularmente a los de Esmirna. ¿De qué tienen que ser vencedores en este caso? Satanás, lo máximo que nos puede hacer, si el Señor se lo permite, es hacer uso de la muerte contra nosotros, y para ello puede usar los poderes del Estado y de las instituciones religiosas de toda índole, aun las eclesiásticas de tipo cristiano. Vemos en toda la historia que hay muchas instituciones y organizaciones que pretenden tener el hereditario derecho de ser la legítima Iglesia o pueblo del Señor, y de ellas los vencedores reciben persecución y tribulación, o por lo menos el menosprecio, difamación mediante libelos, programas radiales y otros medios. Eso es la realidad de la historia de la Iglesia en todos los tiempos, pero el Señor ya lo había advertido. La victoria aquí se trata de la fidelidad al Señor hasta la muerte. Satanás sabe que está derrotado, y la victoria la ha conquistado Jesucristo, el Hijo de Dios, mediante el derramamiento de su preciosa sangre en la cruz, vertida hasta la muerte, pero con el resultado de una poderosa resurrección y gloriosa ascensión al Padre en los cielos, enviando luego Su Santo Espíritu y dando vida a la Iglesia, que es Su Cuerpo, la cual hace efectiva la sentencia contra Satanás ahora, y en especial los vencedores. Hermano, si eres infiel terminas en derrota. Si huyes del sufrimiento, si evades todo compromiso que incluso te puedan llevar hasta el martirio, estás en derrota. Si amas más tu propia vida y no estás dispuesto a ofrendarla por el Señor, sufrirás el daño de la muerte segunda. Pero hagamos un corto análisis de estos conceptos.
Para entender esto es fundamental que sepamos que hay dos categorías de creyentes, los vencedores y los derrotados. Cuando la Escritura habla de vencedores, es porque hay cristianos derrotados. Los vencedores son los cristianos que, en el marco de la Palabra de Dios, son creyentes espirituales normales, y los derrotados son los creyentes carnales. Un cristiano carnal es un creyente anormal. Los creyentes de ambas categorías son salvos por la eternidad, pero algunos serán salvos así como por fuego, es decir, siendo castigados. Así como no es lo mismo la vida eterna que la corona de la vida, tampoco se debe confundir la muerte eterna o segunda muerte con el daño de la segunda muerte. Sufrir daño de la segunda muerte se relaciona con el castigo temporal en el reino milenario. Leemos en 1 Corintios 3:15:
“Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque así como por fuego”.
Cuando la Palabra de Dios dice que los vencedores no sufrirán daño de la segunda muerte, significa que los derrotados sí la sufrirán. Sufrir un castigo temporal en la Gehena, o algún lugar parecido, es sufrir daño de la segunda muerte. No sufrirán la muerte segunda, pero sí les causará daño, dolor. Que no sufrirá la muerte segunda nos lo dice Juan 10:27-28, así:
"27Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, 28y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano". “Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero” (Juan. 6:39). “De los que me diste no perdí ninguno” (Juan. 18:9b).
Nótese que dice que no perecerán jamás; no dice que el que se descarríe por el pecado, se pierde eternamente. El creyente que peca, será juzgado por su pecado y castigado, pero no pierde su salvación. La salvación eterna no guarda ninguna relación con nuestras obras o comportamiento (Efesios 2:8-9).
Resurrección significa pasar de muerte a vida. Como lo veremos en el capítulo siete, el creyente debe pasar por un proceso de resurrección. Lo normal es que todo creyente experimente tres resurrecciones. Toda persona humana nace muerta en pecado; cuando cree, es regenerado, experimenta el nuevo nacimiento. Esto es la primera resurrección personal de que ya hablamos. El espíritu pasa de muerte a vida cuando creímos; pero viene luego una segunda resurrección: el alma va experimentando su resurrección en la medida en que nos ocupemos menos de la carne y más del espíritu. En la práctica esta es una resurrección progresiva en la vida del creyente, en la medida que camina con Cristo. La tercera es la resurrección gloriosa, a la final trompeta, cuando venga el Señor, que es la primera de las dos grandes resurrecciones colectivas. Es cuando será resucitado el cuerpo. También en Apocalipsis 20:6 dice:
“Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre éstos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años”.
La diferencia estriba en que la segunda muerte es condenación eterna, y sufrir daño de la segunda muerte, es sólo una disciplina temporal, durante la edad del milenio.
Si alguien no es purificado en su alma en este tiempo, lo será en la era venidera, durante el tiempo del reino milenario, para que en la eternidad podamos estar con el Señor, y ser santos como Él es Santo. Hay cosas en el creyente carnal que están bajo maldición en Adán, que deben ser quitadas, ahora o cuando el Señor venga y juzgue a la Iglesia. Nótese que Pablo había sido salvo eternamente cuando aún era un perseguidor de la Iglesia; y él sabía eso. Pero fue llamado a un trabajo, no para ser salvo, sino para hacer la obra de Dios y poder entrar en el reino. Al analizar el capítulo 9 de 1 Corintios, vemos que Pablo se refiere a su trabajo en relación con el reino, y en el versículo 17 habla de que tendrá recompensa; en el 18 habla de galardón; en el 24 habla de premio; en el 25 habla de recibir una corona incorruptible. La manifestación del reino de los cielos, será para los cristianos la manifestación de una recompensa. No obstante, en los versículos 26 y 27 dice:
“26Así que, yo de esta manera corro. No como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, 27sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado”.
Esto de ser eliminado o reprobado, tiene la connotación de ser descalificado, rechazado ante el tribunal de Cristo, no digno de recibir el premio, aunque hubiese sido salvo eternamente por gracia mediante la fe en Cristo.
Ya hemos dicho que una cosa es la vida eterna y otra es la corona de la vida. La vida eterna se recibe como un regalo de Dios y la corona de la vida depende de nuestras obras. La corona de la vida solamente la recibe quien sea fiel hasta la muerte, el vencedor. Así también encontramos lo opuesto a la vida eterna, o sea, la muerte eterna, la segunda muerte, lo que a su vez es diferente al daño de la segunda muerte. Entonces, ¿cuándo, en qué tiempo, se recibe la corona de la vida? Cuando el Señor venga, cuando nos reunamos con Él en las nubes e instale Su tribunal para juzgar a la Iglesia y se le dé inicio a la edad del reino mesiánico, el milenio, y eso se traduce en que el vencedor ha de reinar con Cristo en el reino de Dios. Simultáneamente, el derrotado, el creyente que no es fiel hasta la muerte, aunque no pierde su salvación, sin embargo, no recibe la corona de la vida, sino que durante el milenio tiene pérdida y es sometido a sufrir el daño de la muerte segunda, que puede ser una especie de "correctivo" en las tinieblas de afuera.
"Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará" (Mt. 16:25).
El hombre natural, muerto espiritualmente, por la gracia de Dios, y mediante la fe en el Señor Jesús, recibe la vida eterna. Posteriormente, cuando regrese el Señor, recibe la corona de la vida, siempre y cuando sea victorioso, fiel hasta el punto de estar dispuesto a dar su vida por el Señor.
La salvación en Hebreos
La carta a los Hebreos constituye una de las primeras muestras de defensa (apologética) de la fe cristiana y su superioridad frente al judaísmo; y es por eso que a lo largo de su contexto contrapone la apariencia y la sombra de lo provisorio y terrenal de la ley mosaica, frente a la verdad celestial y eterna de Cristo y la Iglesia. Esta carta hay que analizar en su verdadero contexto. Leamos Hebreos 5:11-14:
“11Acerca de esto tenemos mucho que decir, y difícil de explicar, por cuanto os habéis hecho tardos para oír. 12Porque debiendo ser ya maestros, después de tanto tiempo, tenéis necesidad de que se os vuelva a enseñar cuáles son los primeros rudimentos de las palabras de Dios; y habéis llegado a ser tales que tenéis necesidad de leche, y no de alimento sólido. 13Y todo aquel que participa de la leche es inexperto en la palabra de justicia, porque es niño; 14pero el alimento sólido es para los que han alcanzado madurez, para los que por el uso tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal”.
Estos últimos cuatro versículos del capítulo cinco de Hebreos hablan de creyentes inmaduros, niños espirituales, a los cuales no se les puede alimentar sino con leche, con los rudimentos de la doctrina de la salvación y no con alimento sólido, porque son niños. Hay creyentes que se pasan toda la vida, digamos, en la primaria, cuando debieran ser ya maestros de otros, y no avanzan, no salen de esas primeras etapas de los seis rudimentos de la gracia que están enumerados en los dos primeros versículos del capítulo 6, que son el fundamento de la vida cristiana, a saber: (1) el arrepentimiento de obras muertas, (2) la fe en Dios, (3) la enseñanza de bautismos (abluciones, lavamientos), (4) la imposición de manos, (5) la resurrección, y (6) el juicio eterno. No podemos quedarnos en esa etapa de la gracia; debemos crecer en la palabra de justicia, en el conocimiento y la vida del Señor; debemos colaborar con el Señor en la edificación de la casa de Dios; debemos trabajar con el Señor en la preparación del reino de los cielos. El Señor es el que obra en nosotros en nuestro crecimiento espiritual, en nuestra madurez, pero no lo hace si nosotros no cooperamos con Él. Nótese que el capítulo 6 conecta con un “por tanto”. Leamos el contexto de Hebreos 6:1-8:
“1Por tanto, dejando ya los rudimentos de la doctrina de Cristo, vamos adelante a la perfección; no echando otra vez el fundamento del arrepentimiento de obras muertas, de la fe en Dios, 2de la doctrina de bautismos, de la imposición de manos, de la resurrección de los muertos y del juicio eterno. 3Y esto haremos, si Dios en verdad lo permite. 4Porque es imposible que los que una vez fueron iluminados y gustaron del don celestial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, 5y asimismo gustaron de la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero, 6y recayeron, sean otra vez renovados para arrepentimiento, crucificando de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndole al vituperio. 7Porque la tierra que bebe la lluvia que muchas veces cae sobre ella, y produce hierba provechosa a aquellos por los cuales es labrada, recibe bendición de Dios; 8pero la que produce espinos y abrojos es reprobada, está próxima a ser maldecida, y su fin es el ser quemada”.
Aquí confirmamos que el autor habla a cristianos en proceso de madurez, que deben estar dejando los rudimentos y que deben avanzar y adentrarse en las cosas profundas de la vida en el Espíritu; esto encierra el participar con el Señor en sus logros, y alimentarnos de Él para un normal crecimiento. Vemos, pues, que ahí el tema no es la salvación; de lo que trata ahí es de progresar en la madurez espiritual y no el retroceso.
Si alguien que una vez haya sido iluminado y gustado del don celestial (Cristo), participante del Espíritu Santo y de los poderes del siglo venidero (poderes del reino milenario, que son los dones y poderes del Espíritu Santo), si recayere y vuelve atrás, no tiene necesidad de volver a poner el fundamento, creyendo otra vez en el Señor Jesús, ni de arrepentirse de nuevo de obras muertas, pues no puede ser otra vez renovado para arrepentimiento; ya todo eso lo hizo una vez y para siempre.
Cuando creímos en Cristo, Dios nos perdonó, nos justificó, nos dio vida eterna, nos dio su paz, nos dio seguridad de nuestra salvación. Entonces, ¿qué sucede con esa persona? Pues sencillamente que, en vez de dar fruto al ser alimentada y cultivada por Dios, dio espinos y abrojos; entonces esa persona es reprobada, eliminada del reino, pues los espinos y abrojos que produjo deben ser quemados. Esa persona no perece para siempre, pero sí sufrirá el daño de la segunda muerte. Alguien puede alegar contradicción usando el texto de Hebreos 10:26-29, que dice:
“26Porque si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados, 27sino una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios. 28El que viola la ley de Moisés, por el testimonio de dos o de tres testigos muere irremisiblemente. 29¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que pisoteare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del pacto en la cual fue santificado, e hiciere afrenta al Espíritu de gracia?”.
Aquí muestra el camino de un apóstata judío. Hay que tener en cuenta todo el contexto de la carta a los Hebreos que, como su nombre lo indica, es dirigida a los hermanos cristianos que antiguamente profesaban la religión judaica, con sus sacrificios de animales, todo eso figura y sombra de la verdad en Cristo; ellos habían venido asistiendo a sus reuniones en las sinagogas. ¿Dónde se reunían después de convertirse? En las reuniones de la iglesia, por las casas con los hermanos. La carta a los Hebreos fue escrita precisamente por causa de los judíos que se habían convertido al cristianismo, los cuales muchas veces no tenían estabilidad; estaban llenos de temores por la continua intimidación, amenazas y acoso a que eran sometidos por los líderes de las sinagogas, e incluso por los mismos parientes y allegados; de manera que algunos temían que los vieran en las reuniones de la iglesia, y muchos estaban al borde de regresar al judaísmo.
Al analizar cuidadosamente toda la carta a los Hebreos, y en particular los capítulos 9 y 10, vemos que el Señor Jesús con Su sacrificio en la cruz abolió los sacrificios del antiguo pacto, y nos abrió un camino nuevo y vivo para entrar en el Lugar Santísimo, que ahora no se trata del templo de Jerusalén, figura del verdadero, sino el Lugar Santísimo de los cielos, en donde está el Señor sentado; porque Su solo sacrificio es válido para siempre, en contraste con los sacerdotes, que están de pie día tras día, ofreciendo sacrificios continuamente, que nunca pueden quitar los pecados. Cuando el versículo 25 dice que “no dejando de congregarse, como algunos tienen por costumbre”, significa que el hermano hebreo que llegase a dejar de congregarse en las reuniones cristianas, equivalía volver voluntariamente a las reuniones del judaísmo, al antiguo pacto, a la sinagoga; y eso es lo que significa “pecar voluntariamente” del versículo 26, despreciando así la verdad del nuevo pacto y volviendo a los sacrificios de toros y machos cabríos que, en la economía de Dios, ya no pueden quitar los pecados.
Vemos, pues, que el contexto habla de la verdad, que es todo lo revelado en la carta; habla del nuevo pacto, en comparación con el antiguo, que era la sombra; habla de la sangre del Señor, en comparación con la sangre de los animales; de manera que si un hermano hebreo vuelve al judaísmo, ya no queda más sacrificio por sus pecados, pues los antiguos sacrificios ya quedaron sin valor; guardar ciertos días y preceptos quedó sin valor; preferir ciertos alimentos quedó sin valor; reunirse en la sinagoga quedó sin valor; preferir ciertos edificios llamados templos y ciertos lugares específicos, quedó sin valor. Lo válido está en Cristo, dentro de la Iglesia redimida, el Cuerpo de Cristo.
Téngase en cuenta que todos los sacrificios del antiguo pacto fueron reemplazados por el único sacrificio de Cristo; de modo que el sacrificio por los pecados cesó para siempre; ya no hay más sacrificio. Alguien que volviese al judaísmo, ya no tenía más sacrificio por sus pecados, y lo que le esperaría sería un terrible castigo dispensacional. En caso de que su conversión haya sido auténtica, esa persona no pierde la salvación, por cuanto sigue haciendo parte de la Iglesia, conforme al versículo 30. El que un judío, después de haber creído en Jesús, volviera al judaísmo y volviera a confiar en los sacrificios de los animales, significaba pisotear al Hijo de Dios, y habría tenido como común la sangre de Cristo. Consideramos que si alguien, siendo creyente, se vuelve a su antigua religión y a sus ídolos, tendrá algún fuerte castigo dispensacional.
La gracia y el gobierno de Dios
Para comprender mejor todo lo relacionado con la salvación y el reino, es necesario saber que Dios ha establecido en el universo dos sistemas que son, el sistema de la gracia y el sistema del gobierno de Dios.
Por ejemplo, la creación del hombre es un acto del gobierno de Dios, y la vida del hombre sobre esta tierra, sus acciones, sus responsabilidades, sus interrelaciones, sus mismas formas de gobierno y constituciones, requieren que se someta al gobierno de Dios, que obedezca esos principios y dé cuenta ante Dios de sus actos, ahora o ante el trono judicial divino.
Satanás cayó porque se rebeló contra el gobierno de Dios; luego cayó el hombre y pecó deliberadamente, rebelándose también contra el gobierno de Dios. Entonces, y por esa causa, fue añadido el sistema de la gracia, para redimir y restaurar a los hombres insubordinados y rebeldes, pues de otra manera jamás podrían someterse al sistema de gobierno de Dios. Nadie que no haya sido redimido lo ha logrado. ¿Dónde se encuentran los redimidos y restaurados? En la Iglesia, de manera que el sistema de la gracia se relaciona con la Iglesia, con la salvación, donde se espera que los hijos de Dios en Cristo se sometan al gobierno de Dios.
El gobierno de Dios actúa desde la creación de los ángeles; y cuando Lucifer se rebeló contra ese gobierno, fue echado del cielo. El gobierno de Dios actuó en el jardín del Edén al poner al hombre a cargo del mismo, revestido de toda la autoridad para ello, pero echarlo de ahí cuando cayó; aunque actuó Su gracia al prometerle un Salvador. El gobierno de Dios actuó muchas veces durante la peregrinación del pueblo hebreo por el desierto; y muchos cayeron bajo el justo juicio de Dios y perecieron en el desierto, y no entraron a la tierra prometida. El gobierno de Dios se puso de manifiesto cuando David pecó y representó mal el gobierno de Dios, haciendo blasfemar a los enemigos de Dios. Por Su gracia, el Señor perdonó a David de su pecado, pero la disciplina le siguió por el resto de su vida, primero con la muerte del niño fruto de su pecado con Betsabé, la mujer de Urías, y luego le sobrevino que la espada (arma con la cual David había hecho el mal, la muerte de Urías) jamás se apartó de la casa de David (2 Samuel 12:7-14). La Biblia está llena de ejemplos.
Conforme al sistema de la gracia, el Señor Jesús estuvo en esta tierra para salvar a los hombres, pero conforme la Palabra de Dios, Él también padeció en la cruz para establecer la autoridad de Dios y el reino de los cielos sobre la tierra. Es esa misma autoridad que recibió Adán, pero que se la entregó al maligno cuando pecó. Esa autoridad es restaurada al hombre en Cristo, el postrer Adán. “El reino de los cielos se ha acercado” (Mt. 10:7). Los hombres en el mundo no conocen el gobierno de Dios; eso sólo se conoce en la Iglesia, entre los vencedores. Hay muchos hermanos que ignoran esto.
¿Qué sucede cuando un creyente no se somete al gobierno de Dios? Todo creyente ha sido perdonado de sus pecados pasados por la gracia. Pero la gracia no ha puesto a un lado al gobierno, y los hijos somos los primeros en dar el ejemplo. Si tú, siendo creyente, tú que representas al Señor, pecas o vives livianamente, no sometiéndote al gobierno de Dios, haces que blasfemen los enemigos de Dios, estás buscando que te suceda lo de David. Si confiesas tu pecado, Él es fiel y justo para perdonarte, pero el perdón de la gracia que has recibido de Dios, no cambia Su perdón de gobierno, no lo afecta, y de acuerdo a la gravedad de tu pecado, puede que seas tratado disciplinariamente. Moisés pecó, representó mal al Señor en Meriba, cuando golpeó la roca; Dios lo perdonó, él es salvo; apareció en la transfiguración del Señor, pero no entró en la tierra prometida, por causa del perdón de gobierno.
Esto es serio, hermanos, de manera que si un hijo de Dios no alcanza a ser juzgado y castigado por el Señor mientras está acá en la tierra, su pecado le alcanzará delante del tribunal de Cristo en Su venida, en la resurrección de la Iglesia, y allí tendrá la disciplina del caso. Es necesario que nos examinemos a nosotros mismos a la luz y convicción del Espíritu.
“31Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados; 32mas siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo” (1 Co. 11:31-32).
Cuanto más se entienda y se viva el sermón del monte, cuanto más humilde y pobre en espíritu sea el creyente, tanto más se puede compenetrar con el gobierno de Dios y más se sujeta a él. El mundo no conoce esto, ni puede conocerlo; quiera el Señor que lo conozca y lo viva la Iglesia. Nuestra salvación es por la gracia de Dios en Cristo, pero nuestra conducta como creyentes debe estar sujeta al gobierno de Dios.
La muerte segunda
Además de la corona de la vida, a los vencedores se les promete no sufrir daño de la segunda muerte. En Apocalipsis 2:10b dice: “Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida”. Nótese que aquí el Señor no habla de dar vida, sino la corona de la vida, la cual se logra, no como un regalo recibido por fe, sino adquirido por nuestra fidelidad. Además de la corona de la vida, a los vencedores se les promete no sufrir daño de la segunda muerte. Todos los hombres, tanto creyentes como impíos, hemos de gustar la primera muerte, que es la muerte física, la separación del alma del cuerpo. Dice en Hebreos 9:27:
“Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio”.
También Cristo sufrió la primera muerte, para que todo el que en Él crea no sufra la segunda muerte ni el juicio de los impíos en el gran trono blanco, después de finalizado el reino milenario. Entonces, ¿qué es la muerte segunda? La segunda muerte es la separación de la persona de todo contacto con Dios y el resto de la creación, y lanzado en un lago de fuego para perdición eterna. La Palabra de Dios dice en Apocalipsis 20:14,15:
"14Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda. 15Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego".
¿Cuando ocurrirá esto? Después del reino milenario, cuando los muertos impíos sean resucitados, después de que sean juzgados en el juicio del gran trono blanco; una vez terminada la sentencia, serán echados al lago de fuego, la Gehena, y allí sufrirán tormento eterno en cuerpo, alma y espíritu. Esa es la muerte segunda, para todos aquellos cuyos nombres no se hallen escritos en el libro de la vida del Cordero.
La Palabra de Dios nos dice que ningún cristiano sufrirá la muerte segunda, aunque, como hemos dicho, los cristianos derrotados, los que se unen al mundo y aman al mundo y a las cosas del mundo, sin embargo, pueden eventualmente sufrir daño temporal de la segunda muerte durante el reino milenario, en ese mismo lugar donde estarán los incrédulos del mundo. Como lo hemos anotado, hay muchas partes en la Biblia que declaran que los creyentes no sufrirán la muerte segunda. Entonces estimamos que hay una marcada diferencia entre lo que es la segunda muerte, que sí implica la condenación eterna, y sufrir daño de la segunda muerte, que sólo es temporal. Por favor lea el contexto sobre el siervo infiel en Lucas 12:41-48. Allí habla de azotes a los siervos, y de castigo temporal en el mismo sitio donde estarán los infieles. El Señor jamás tiene por siervos a los que no le pertenecen. En el capítulo cuatro estaremos dando detalles de las diferentes clases de disciplinas durante la edad del reino.
No se trata de algún sitio llamado “purgatorio”, pues la Biblia no enseña esa doctrina ni ese lugar. Cuando los religiosos inventaron la doctrina del purgatorio se referían a la salvación eterna y no al reino. El castigo temporal a que se refiere la Escritura, se refiere al reino y no a la vida eterna. Pero volviendo al tema, tenemos que también los que no arreglan a tiempo sus problemas con los demás hermanos de la iglesia, pueden tener sus dificultades delante del tribunal de Cristo. Se trata de problemas en la Iglesia, de problemas entre los hermanos, sectarismos, disensiones, pleitos, odios, celos religiosos y demás obras de la carne. Con la actual situación de la Iglesia, es fácil arreglar esos problemas con el simple hecho de mudarse uno de la comunión con los hermanos e irse uno a reunir en otra congregación denominacional, y hacerse miembro en donde aún no haya tenido esos problemas; pero, ¿ya están arregladas esas cosas delante del Señor? El Señor le dice a los creyentes:
“21Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio. 22Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego. 23Por tanto si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, 24deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconciliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda. 25Ponte de acuerdo con tu adversario pronto, entre tanto que estás con él en el camino, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al alguacil, y seas echado en la cárcel. 26De cierto te digo que no saldrás de allí, hasta que pagues el último cuadrante” (Mt. 5:21-26).
En el anterior contexto, para el Señor no hay hermanos fuera de la Iglesia. ¿Cuál es el lugar de ese castigo temporal? Allí dice que el infierno de fuego, y luego lo repite en el verso 30. ¿Dónde dice que es temporal? En el contexto de los versículos 25 y 26.
Somos salvos por gracia, no por cumplimiento de la vieja dispensación, pero para entrar en el reino debemos cumplir la ley del reino, la que complementa la antigua. La justicia de los legítimos cristianos debe ser superior a la de los meros religiosos profesantes, que son los modernos escribas y fariseos.
Algunas personas estarán tentadas a tomar estas enseñanzas confundiéndolas como si se tratara de la apología de la doctrina romana del purgatorio. Nosotros acá no estamos enseñando nada que se relacione con un lugar llamado purgatorio, porque téngase en cuenta que la enseñanza sobre la existencia del purgatorio es traída por el catolicismo romano de las profundidades satánicas babilónicas, y no de la Biblia. El catolicismo romano históricamente desvirtuó la salvación gratuita de Dios en Cristo y difundió la especie de que las personas (incluso los impíos) debían pagar (comprar indulgencias, misas, responsos y votos) para que pudieran salir del purgatorio y tener salvación eterna. Por ese engañoso medio, los jerarcas de ese sistema religioso siguen obteniendo pingües ganancias. Eso lo sabe todo el mundo. Pero las Escrituras hablan de que todo creyente en Cristo fue predestinado desde antes de la fundación del mundo para ser salvo por gracia, sin obras, gratuitamente, por la sola fe en la obra redentora de Cristo en la Cruz. Es un regalo de Dios, inmerecido. Pero cuando Cristo venga, después de la resurrección, todo creyente comparecerá ante el tribunal de Cristo para que sean juzgadas sus obras, ya en su calidad de creyente e hijo de Dios, sean buenas o sean malas.
Todo padre de familia hace que en el hogar se respeten ciertas normas de vida, moral y de disciplina; cuánto más el Señor. Y cuanto esas normas se infringen, el padre de familia toma medidas. Si los hijos hacen lo bueno, suele haber regalos y motivaciones, pero cuando hacen lo malo, suele haber dolorosas disciplinas. Eso lo dice la Biblia, por ejemplo en Hebreos 12:3-11: “3Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar. 4Porque aún no habéis resistido hasta la sangre, combatiendo contra el pecado; 5y habéis ya olvidado la exhortación que como a hijos se os dirige, diciendo: Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por él; 6Porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo. 7Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? 8Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos. 9Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos? 10Y aquéllos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad. 11Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados”.
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